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Todo comenzó a principios de los años 60, cuando Blas Rodríguez, un leonés «sencillo y generoso», pasaba frío en su pequeña tienda de antigüedades en León.
Una tarde, su esposa le llevó una sartén con patatas fritas y guindillas para calentar el cuerpo. Lo que parecía un gesto cotidiano acabó siendo el origen de un icono gastronómico: Casa Blas, hoy uno de los bares más emblemáticos de la ciudad.
«Mi padre no tenía calefacción y empezó a freír patatas por necesidad. La gente que pasaba por allí preguntaba qué hacía y él, generoso como era, se las ofrecía gratis», recuerda Celia Isabel Rodríguez, una de sus hijas. El boca a boca hizo su magia y las patatas de Blas pasaron de ser una anécdota a convertirse en el alma de un negocio que cumple ya 65 años.
Con el paso de los años, Casa Blas se convirtió en un lugar que trascendía las clases sociales. «Mi padre siempre decía: 'Aquí vale lo mismo un minero que un ministro'», comenta Celia.
Celia Isabel Rodríguez
Hija de Blas
Y no exagera. Por el local han pasado desde vecinos del barrio hasta personajes ilustres como el rey Felipe VI (cuando era aún príncipe), Zapatero o Mariano Rajoy. Pero la filosofía de Blas nunca cambió: «Era pura bondad, trataba igual a todo el mundo. Si veía a estudiantes sin dinero, hacía la vista gorda y les invitaba. Aquí siempre se igualó a todos», asegura.
El secreto de Casa Blas no solo está en sus patatas, sino también en su gente. «Nuestros camareros entran jóvenes y se jubilan aquí, como si fueran de la familia», dice Celia. Y es que la magia de este lugar no solo está en la receta, sino en la calidez de su ambiente y en el trato a sus empleados.
¿El secreto de sus patatas? «Todo está a la vista: aceite de oliva, patatas de calidad, guindilla y mucho ajo. Mi padre siempre decía que en casa no fríes 60 litros de aceite de oliva puro como hacemos aquí», explica Celia. La fórmula sigue intacta, a pesar de que el precio del aceite ha golpeado con fuerza al sector. «Nos hemos resentido, pero seguimos igual. No bajamos la calidad».
Laura Prieto
Camarera de Casa Blas
Laura Prieto, camarera de Casa Blas desde hace tres años, añade: «Freír patatas es fácil, pero lograr este sabor es otra historia. La diferencia está en el aceite de oliva y en el cariño con el que se hace». Además, la historia de este bar se cuela en cada rincón: «En su día, cuando se podía fumar, los clientes lanzaban las colillas al techo y se quedaban pegadas por la grasa de las paredes», recuerda entre risas Laura.
Las tres hijas de Blas -Teresa, Marisol y Celia- llevan hoy el timón del negocio con el mismo compromiso que aprendieron en casa, aunque algunas de ellas se encuentren viviendo su vida fuera de la ciudad. «Siempre hemos tenido claro que esto no se podía franquiciar ni sacar fuera de León. Casa Blas solo se entiende aquí», afirma Celia con rotundidad.
Laura Prieto
Camarera de Casa Blas
Clientes de todas las generaciones siguen haciendo cola para llevarse sus famosas patatas. «Hay gente que se las lleva hasta Suiza porque su familia no puede venir y no quieren quedarse sin probarlas», cuenta Laura. Y aunque hoy la producción es mucho mayor, con jornadas en las que se superan los 250 kilos de patatas, la esencia es la misma.
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Más allá de las cifras o la popularidad, Casa Blas es un lugar que ha traspasado lo gastronómico. «Lo que dejó mi padre aquí es un misterio, una energía especial que sigue viva después de más de 30 años de su ausencia», reconoce Celia.
«Lo que más ilusión me hace es ver cómo los abuelos que venían con sus hijos ahora vienen con sus nietos. Aquí no solo vendemos patatas, transmitimos valores y mantenemos vivo el espíritu de Blas», concluye emocionada. Y es que, como decía su padre, «lo importante es que la gente sea feliz y se sienta a gusto».
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