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Los días de fiesta y de romería eran diferentes en el valle de Babia. Todos sus vecinos, hospitalarios y grandes convivientes, preparaban sus mejores galas para un día de festejo, alegría y bailes, donde la comida y el buen beber eran también protagonistas.
Pero una de esas romerías acabó en tragedia. Esta leyenda, relatada y difundida por el escritor leonés Luis Mateo Díez, se sitúa en San Mamés de Babia, pueblo que hoy no existe. Y todo tiene su explicación.
El día de romería olía a pan y a flores. Era el aroma propio de esos días de fiesta y jolgorio, donde todos se ponían sus mejores ropajes y estaban dispuestos a disfrutar del día más especial del año. Porque, en los pueblos de Babia, los días de romería eran los más esperados del año.
Pero todo llevaba sus plazos. En primer lugar, las más jóvenes de la casa acudían al molino para que el trigo que sus propias familias cosechaban fuese molido y transformado en harina. Ellas llevaban ese ingrediente básico a sus hogares donde, al fuego de las urces y los piornos, se cocían lentamente los panecillos.
Y ese olor, ese aroma, era único. De cada horno emanaba un olor que generaba una atmósfera especial en el valle de Babia, mientras los padres se afanaban en que sus hijos no hincaran el diente antes de la cuenta a estos panecillos: primero tenían que ser bendecidos por el cura del pueblo.
Una vez los panecillos estaban listos y todos los vecinos preparados, la iglesia era el lugar de reunión para acudir a la eucaristía y a la bendición de los panecillos: «Con ellos daros la paz y sean prenda de la bendición de Nuestro Santo Patrono».
Y, en honor a San Mamés, cada vecinos intercambiaba su panecillo con otro vecino en un acto sin igual de hospitalidad y hermandad. Y todo ello con la música del acordeón y el pandero del chano de fondo, con bailes, alegrías y sabrosos bocados a estos panecillos a la par que la bota de vino corría de mano en mano.
Pasaban las horas y llegó el momento de descansar. Muchos aprovecharon, después de comer, para echar una siesta a la fresca. Pero lo que no eran capaces de adivinar es que sería una siesta eterna, puesto que el veneno, que nadie sabía de dónde había surgido, ya corría por los cuerpos de todos los vecinos de San Mamés.
El pueblo murió aquel día y las localidades vecinas vieron la escena con ojos temorosos y de sorpresa. Tras una investigación, descubrieron que en una de las muelas del molino por la que había pasado la harina que se había utilizado para los panecillos se encontraba la reseca piel de una sacabera que había llevado la muerte y la desgracia a este feliz pueblo babiano.
La leyenda cuenta que sólo dos niñas sobrevivieron a aquella tragedia: una fundó el pueblo de Las Murias; la otra el de Quintanilla de los Canes.
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Fernando Morales y Sara I. Belled
Rocío Mendoza | Madrid y Lidia Carvajal
Álvaro Soto | Madrid y Lidia Carvajal
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