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El paso de la Cisa, a lo lejos, una de las cimas más duras que hay que sortear para llegar a Roma. P. P.
Me enfrento al paso de la Cisa: el que lo sube, lo mismo reza a Pantani que a la Virgen

La vía Francigena en bici | Fidenza–Lucca (215km / 3 días)

Me enfrento al paso de la Cisa: el que lo sube, lo mismo reza a Pantani que a la Virgen

El mar es mi objetivo desde que salí del Gran San Bernardo, hacia allí me dirijo y me topo con el modelo italiano de playas privadas

Jueves, 22 de agosto 2024

La cuarta estación comprende un cambio brusco de paisaje. Parto de Fidenza y encaro el paso de la Cisa, cuarenta kilómetros de puerto de montaña hasta desembocar en el mar Toscano, con paradas en Pontremoli y Pietrasanta, siguiendo la línea de la costa hasta la ciudad medieval de Lucca.

El monte Calvario de Berceto

Sé que esta es mi hora decisiva. Lo asumí desde que compré a Bucéfalo en aquella tienda de bicicletas sevillana. Se trata del paso de la Cisa, de sus cuestas a más del 15% de desnivel, de sus 'tornanti' que se enroscan por la carretera y te hacen sacar el pulmón y el corazón fuera de tu cuerpo. El paisaje es maravilloso, me digo, a medida que asciendo sobre un constante pavimento en el que la rueda no se agarra, sino que resbala hacia atrás.

Llevo ocho kilómetros de subida. Me sé el ritual a la perfección. Mente en blanco, puños apretados al manillar y respiración acompasada con el pedaleo. No voy a las Cruzadas y no me esperaba Jerusalén en lo alto, así que me puedo permitir el beneplácito de poner el último piñón y pedalear como lo hacen los niños en verano. Pero el perfil de la rampa se empina más y el campanario no se mueve ni un metro de su porción de soledad. Los pueblos no se acercan. La bicicleta casi queda suspendida en el vacío. No avanzo, y pongo el pie a tierra. Demasiado para mí. Nadie me dijo que la belleza estaba oculta entre tanto sufrimiento.

Retomo el pulso. Descanso. Bebo agua y como un plátano. Tras cinco minutos, allá voy. Pedaleo con gracia, me he recuperado, pienso, pero tras doscientos metros, vuelve la pared. Se me nublan los ojos. Pie a tierra. Repito el ritual. Descanso, beber y comer. Monto de nuevo. Pared y oscuridad. Así paso un kilómetro. Me quedan más de treinta para llegar a Berceto, casi el final. Estoy atrapado en la montaña. Los Apeninos son una nueva versión del monte Calvario. El lugar al que se llega para purificar los pecados. Pero yo temo no poder salir nunca de él. Tengo ganas de llorar. ¿Qué hago aquí? ¿Quién me mandó a mí alcanzar las voluntades romanas a través del dolor?

Los cielos de la Cisa

Escribo conteniendo la emoción, a un pie del camino, tras haber dejado atrás Berceto. Sucedió por el empecinamiento de mi cuerpo y de mi mente a no quedarse atrás. Al noveno kilómetro le siguió el décimo. En los siguientes doscientos metros de carrera no tuve que poner el pie. Cerré los ojos para evitar la ansiedad, para no acrecentar el dolor. Quinientos metros y todavía seguía pedaleando. Luego un par de kilómetros. Tres y cuatro. Fue el momento en el que supe que subiría el puerto, que la Cisa sería mía como antes había sido de tantos ciclistas ilustres, con sus Pantanis coronados de recuerdo.

A la izquierda, Pontremoli. A la derecha, descenso a Sarzana P. P.
Imagen secundaria 1 - A la izquierda, Pontremoli. A la derecha, descenso a Sarzana
Imagen secundaria 2 - A la izquierda, Pontremoli. A la derecha, descenso a Sarzana

El ciclismo es espíritu. Lo he escuchado decir muchas veces pero solamente ahora entiendo la envergadura de la máxima. Estoy ascendiendo a la Cisa por un tipo de voluntad que ha nacido de mi interior. No es miedo al fracaso. No es ni siquiera orgullo, sino convencimiento de que existe una especie de comunión entre Bucéfalo y yo. Somos uno y no hay rampa que pueda detenernos. Es la sensación más placentera que he sentido en mucho tiempo. Los kilómetros cayendo, la pendiente superando el 13% y las piernas que, en lugar de mostrar fatiga, piden más. Así llegué a Berceto, con su iglesia románica, montaraz. Así subí el altar mayor y exigí como escalador de puertos mi sello correspondiente.

Ahora contemplo cómo me acerco al cartel que anuncia el final del puerto. El Paso de la Cisa se eleva por encima de los 1000 metros. Al otro lado no se ve el mar, pero presiento su humedad, sus borrascas de aromas salados. Hay un santuario al final de una escalinata. Las piernas me tiemblan, pero es un último esfuerzo antes de iniciar el descenso. Parece que quiere llover. A mí ya nada me frena. En el interior de la Iglesia hay colgados maillots de ciclismo: el del arcoíris, que señala al campeón del mundo, el amarillo del Tour y el rosa del Giro. Historia mezclada con religiosidad. El peregrino que sube hasta aquí reza lo mismo a Pantani que a la Virgen María. Ambos se involucran en que la bajada del puerto sea segura.

El mar sin alma

Hice noche en Pontremoli y disfruté de un anuncio de plaza toscana, con la algarabía de las calles y los cócteles a media tarde. Después, el paisaje tomó el camino de la indecisión. Casi montaña, casi valle, casi costa. Una transición confusa que al ciclista pone nervioso, ansioso por llegar a las ciudades toscanas, por ver el mar, por bañarse durante unos minutos en sus aguas, que también son las suyas.

El asfalto multiplica el calor e Italia saca a pasear ante mí su modelo de playas privadas

El mar es mi objetivo desde que salí del Gran San Bernardo y hacia allí me dirijo. Cruzo el centro de Sarzana, desolado, antiguamente bello, y me dirijo hacia la costa por una carretera anodina, colapsada por el tráfico. Me esperan veinte kilómetros de línea recta, pegado al mar. O eso creía yo cuando miré el perfil de la ruta el día anterior. El asfalto multiplica el calor e Italia saca a pasear su modelo económico de playas privadas y ausencia de paseos marítimos.

Me introduzco en un infierno de claxon e intermitentes soñados, de bañistas que exhalan el sudor de julio esperando en un semáforo, de un olor a pescado putrefacto propio de la parte de atrás de las cocinas. No hay lugar para el peregrino en este rincón del mundo. No hay mar azul para un viajero que lleva consigo su bicicleta. Me detengo en un muelle. Los Apeninos se crecen, amenazantes. Lucca aún está muy lejos. Dos pescadores me observan como si viniese de otro planeta. El mar ya no es el mar, me dice uno, mientras espera que un pez despistado muerda el anzuelo. Son padre e hijo. Ellos son la resistencia.

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