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Ya han conocido la historia arquitectónica de la famosa Azucarera Santa Elvira. Han sido testigos de su construcción, de su auge comercial y de su injusto ocaso burocrático. Este Flâneur les ha traído la aséptica trayectoria de un edificio que cualquier paseante solitario podría reconocer como, al menos, curioso y llamativo. Pero, no se engañe, querido lector o lectora, pues los seres humanos no solo son esqueletos inertes carentes de alma. Tal y como a los edificios, nos habita un alma que corresponde con las vivencias de varias vidas. De igual manera, en la Azucarera Santa Elvira convivieron hasta tres generaciones de trabajadores cuyos testimonios daremos a conocer a continuación. Aguarden, fieles e instruidos habitantes de León, a conocer el lado más humano de uno de los Edificios más Emblemáticos de León.
Realizaremos el mismo recorrido que en el artículo anterior, el referente a la historia arquitectónica del edificio, y entienda el lector la crítica y la ironía con esta repetición de los acontecimientos, y despegarnos del lado más estéril para acercarnos a las experiencias de aquellas personas. Es justo y necesario poner rostro a aquellos que impulsaron nuestro desarrollo industrial. Esta fotografía, o postal, que tan diligentemente ha sido cedida por J. Carlos Aguilera, nos enseña una Azucarera diferente a la conocida por todos nosotros. No se trata de Santa Elvira, sino de su germen, la azucarera de La Rasa, en Soria. Al cerrar la fábrica, todos sus trabajadores fueron invitados a movilizarse a León, donde encontraría una nueva localización.
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Daniel Casado Berrocal
Daniel Casado Berrocal
Lo que muchas personas desconocen es el motivo por el que la Azucarera cambia de ubicación. El misterio me fue revelado de la mano del nieto del encargado de ese proyecto, don Antonio Fernández Polanco, quien fuera durante muchos años el abogado del ayuntamiento de León.
Antonio contactó conmigo a raíz de la publicación del anterior artículo, para contarme parte de la historia de su vida y de la de su familia. Resulta que, aparte de estar claramente vinculado con la ciudad de León, también lo está de manera estrecha con la Azucarera Santa Elvira, pues su abuelo fue el encargado de proponer el traslado de la antigua azucarera de la Rasa hasta León. Silverio, el abuelo de Antonio, e ingeniero industrial que estudió, entre otros lugares, en Ginebra, es el encargado de construir la Azucarera de La Rasa en Soria. Allí, ejerce como director durante muchos años, contando su mandato con infinidad de anécdotas. Silverio le dice a los dueños de la azucarera, años después, que la mejor tierra remolachera de toda España se ubica en León. Deben, por lo tanto, trasladarse allí, a la ubicación actual de la Azucarera Santa Elvira. La Sociedad solo le pone una condición. Que la construcción y el traslado se realicen por cuenta de Silverio y de sus obreros, trato que el abuelo de Antonio acepta.
Hemos de seguir avanzando, sin dejar caer en el olvido a Antonio Fernández Polanco, que nos contará, de primera mano, cómo EBRO intentó, casi al albor del cierre de la Azucarera, derruir el techo de la misma evitando así que se pudiera conservar el edificio. Pero sigamos cronológicamente; centrados en conocer las historias humanas de los habitantes y trabajadores de la Azucarera Santa Elvira.
Muchos, por no decir la gran mayoría, aceptaron el traslado, y se movilizaron, junto a sus familias al barrio de la Vega en León. Uno de esos hombres, según nos cuenta Cony Salomón en su libro «La Azucarera Santa Elvira - Crónica de una gran industria leonesa» fue su abuelo, que migró de Soria a León para seguir trabajando en la nueva y flamante Azucarera Santa Elvira. Observen en esta fotografía, durante la movilización de gran maquinaria, a los trajeados trabajadores de la azucarera junto a sus pequeños hijos y descubran el comienzo de una relación laboral que terminaría por desembocar en la creación de una gran familia.
Aquí pueden observar, de nuevo de la mano del libro de Cony Salomón, la distribución de la gigantesca Azucarera Santa Elvira. Contemplando los planos, uno pudiera pensar que tiene similitudes con una gran ciudad, y eso es lo que piensa también este iluso Flâneur, que escuchando la narración de J. Carlos Aguilera, se imagina un idílico paraíso empresarial convertido en un familiar barrio.
La Azucarera disponía de economato, de viviendas, de oficinas, de un parque, y era energéticamente autosuficiente (aunque durante la campaña precisaba de energía exterior). Los panaderos, los lecheros, los vendedores ambulantes, llegaban de igual manera a las viviendas de la azucarera para repartir a sus vecinos los productos necesarios para la cocina.
Antes de que se construyeran las viviendas, los trabajadores acudían en bicicleta a la fábrica. Allí podían aparcarlas en una pequeña edificación dispuesta para ello, junto al edificio del archivo. Se permitió la construcción de las viviendas para que, tanto trabajadores como empresa se beneficiasen de la cercanía de los mismos a la fábrica. De esa manera, se levantaron treinta y seis viviendas para treinta y seis familias.
También se levanta el famoso Chalet del Director, que será habitado por Silverio, el primer presidente de la azucarera, y cuya escalera, nos recuerda Carlos, era espectacular y muy ornamentada. Cony y su familia vivieron, al principio, en la casa del Lúpulo, frente a las viviendas de los empleados.
En 1946 se construye la destilería de alcohol, o la «alcoholera», que dura casi cuarenta años en funcionamiento. En 1957 se decide levantar, según los documentos que se han encontrado en el Archivo Municipal de León una serie de viviendas para los obreros y los técnicos de dicha fábrica.
Permítanme adelantar acontecimientos para luego regresar a la narración original. Observen el plano encontrado en el Archivo Municipal de León y compárenlo con la siguiente imagen. Entre ambas, sesenta y seis años, miles de historias y cientos de fiestas de cumpleaños en los sótanos de las mismas. Alégrense de que existieran, pero comprendan también toda la información, secretos y leyendas que se guarecen entre las paredes de un edificio. Sus historias nos afectan a los paseantes que observamos su derribo, pero transforman a las personas que los habitaron.
No se trataba de una gran empresa con empleados dispersados por el divergente mapa leonés; los trabajadores convivían y eran una gran familia que compartían los mejores y los peores momentos.
Años después, se solicitó al director de la fábrica la construcción de un pequeño parque para los hijos de los trabajadores, que disfrutaban del barrio creado para ellos sin un divertimento oficial.
El espacio fue aprobado por el director con la condición de que cualquier atracción (columpios, toboganes, bancos, o caballitos) no ocasionasen pérdida económica alguna a las arcas de la Azucarera.
Imagínense la hermandad existente entre los trabajadores, que decidieron dedicar horas y horas, fuera de su jornada laboral, para construir, con sus propias manos, y con materiales donados por la fábrica, el parque infantil que luego disfrutarían sus hijos.
El lugar no solo era entendido como un divertimento para los más pequeños, ya que servía para que los habitantes del lugar pudieran disfrutar de distendidas conversaciones, de agradables paseos y de un lugar de descanso al aire libre.
En 1959 se levantan varias naves que tienen como objeto ampliar la producción de la fábrica y hacer que sea más eficiente. Este es el caso del plano de la nueva difusión, pero no cabrían en este artículo la cantidad ingente de edificios y naves que se construyeron en la Azucarera Santa Elvira y que eran imprescindibles para la elaboración de azúcar.
Prueba de esta gran familia son las fotografías que aparecen en el nostálgico libro de Cony Salomón. Allí podemos conocer los vínculos creados durante el funcionamiento de la Azucarera Santa Elvira.
Arduos y complejos fueron los trabajos que allí se desarrollaron. Desde la limpieza de los canalones por los que la remolacha llegaba repleta de tierra, por los que se tuvo que arrastrar J. Carlos Aguilera, hasta las altas temperaturas que en el cuerpo de fábrica debían soportar los trabajadores, como M. Ángel Cueto.
Este último comenzó como aprendiz en 1964 y terminó siendo secretario del comité de empresa de Santa Elvira. Contaba, en una de las mesas redondas, que debían soportar temperaturas de 45ºC o 50ºC bajo un sistema muy rígido de trabajo.
Estas condiciones no impidieron a la Azucarera recibir, hasta en tres ocasiones, premios debido a su profesionalidad y reconociendo la ausencia de accidentes.
Pero si hay una persona que muchos recuerdan por encima de todas las demás, es el practicante, Baltasar Cordero Andrés, quien atendió durante años a los trabajadores y a sus hijos en la enfermería de la Azucarera Santa Elvira.
Donó incluso un trofeo para uno de los campeonatos de fútbol que se organizó en la fábrica. Como ven, habitaba allí una gran familia compuesta por trabajadores y, fuera cual fuera su distinción jerárquica, todos sabían la importancia de ese vínculo que habían creado.
Por decenas de naves debía pasar la remolacha hasta llegar a ser convertida en azúcar refinada. Y cualquiera que piense que el proceso es simple y relajado, que observe de nuevo el plano cenital de la azucarera Santa Elvira para darse cuenta de la cantidad ingente de procedimientos a los que era sometido el producto bruto una vez llegaba de los agricultores.
Su elaboración es muy extensa, por eso, invito a los lectores a preguntar a cualquier trabajador sobre este hecho, pues, se lo explicarán con deleite y con una profesionalidad y una exactitud que este escritor jamás llegaría a conseguir.
Pero, ¿por qué la Azucarera Santa Elvira era reconocida como el motor del barrio de la Sal y el barrio de la Vega? ¿Por qué se cerró, años después, la fábrica? ¿Qué incidentes propiciaron el derribo de las viviendas de los obreros y por qué la empresa decidió no ceder los terrenos a sus habitantes? Nos ayudarán a comprender estas incógnitas los documentos descubiertos en el Archivo Municipal de León, que esclarecerán la cuestión y pondrán punto y final a la historia de la azucarera.
Resulta imposible justificar el derrumbe de estos edificios, y la desidia con la que fueron tratados, pero intentaremos comprender las razones, para aprender de los errores del pasado y conservar, de esta manera, el patrimonio de una ciudad que, sin duda, lo merece. Pero como siempre le digo, querido lector, no se impaciente, pues aún quedan muchas historias por contar, para acercar a los paseantes solitarios de León la profunda historia y el lado más humano de uno de los Edificios más Emblemáticos de León.
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