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ANDREA CUBILLAS
Viernes, 7 de julio 2017
Hay heridas imposibles de curar, que no cicatrizan. Heridas que permanecen abiertas durante toda la vida, que no se olvidan. Heridas que en Riaño duelen desde hace 30 años. Porque sí, han podido pasar 10.950 días, pero la herida del pantano está aún hoy viva como el primer día, cómo aquel fatídico 7 de julio de 1987 cuando las raíces de nueve pueblos se despegaron, para siempre, de la tierra.
Porque ni a Riaño ni a Burón ni a Pedrosa del Rey ni a La Puerta ni a Salio ni a Huelde ni a Anciles ni a Vegacerneja ni a Escaro se podrá volver. Jamás. Atrás quedó parte de la esencia y la historia de lo que fue la montaña oriental leonesa. La misma que ahora yace bajo las aguas de uno de los pantanos más grandes de Europa.
El pantano, ese gran fantasma que durante décadas acechó desde niños a los vecinos de los nueve pueblos; que como el lobo anunciaba su llegada pero sin llegar. Una y otra vez. Hasta que, como el cuento, llegó. Y lo hizo para culminar lo que fue una muerte lenta, cruel, agónica y sin tregua. Para anunciar la muerte de Riaño.
Porque hay que remontarse a principios del siglo XX para escribir sobre los inicios de esta faraónica infraestructura que, bajo el nombre del embalse de Bachende –nombre de una peña de Riaño-, se incluía en un plan de obras hidráulicas que recogía ya su construcción y posterior explotación. Pero ya se sabe, las cosas de palacio van despacio. Y por fortuna para algunos, el proyecto de Riaño permaneció en el limbo durante décadas.
Sería en la época del franquismo cuando el ‘fantasma’ volvería a atemorizar. El Plan Hidrológico Nacional incluía el programa integral del que por aquella se llamaría embalse de Remolina, concebido como uno de los diez embalses necesarios para regar 130.000 hectáreas de cultivos en Tierra de Campos que, según el gobierno de la dictadura, estaría finalizado en la década de los 70.
Las obras arrancaron en 1965 con el levantamiento del famoso y gigantesco muro de hormigón con 110 metros de altura desde los cimientos a la corona y diseñado para retener 680 metros cúbicos. Era el inicio de un fin que quedó congelado con la llegada del sistema constitucional pero que volvería a cobrar vida con el PSOE en el Gobierno.
Pero el empeño por sacar adelante el pantano de Riaño no llegó sólo desde Madrid. Jaime González, el que fue el primer consejero de Agricultura de Castilla y León, impulsó los programas del regadío, siendo uno de los principales artífices del cierre de la presa y, en consecuencia, del desalojo y hundimiento de los nueve pueblos.
Y con él, con Jaime González, desapareció toda esperanza para Riaño. Al menos para Guillermo Hernández, que desde la Alcaldía intentó frenar la construcción del pantano a pesar de que era consciente de que “poco se podía hacer. Era una herencia; prácticamente estábamos ante unos hechos consumados”.
MANUEL ÁLVAREZ
guillermo hernández (alcalde 1983-1987)
BEGOÑA LIÉBANA
Treinta años después recuerda aquella reunión con los alcaldes de los otros pueblos afectados en la que se puso en conocimiento las graves irregularidades en las que se estaban llevando a cabo tanto las obras como las expropiaciones de los terrenos. Ante ello, contrataron a un abogado a la par que, alertando de esta situación, solicitaron a la Confederación Hidrográfica del Duero que paralizara la obra.
“El rodillo ya está en marcha”. Fue la única respuesta que recibieron por parte de la CHD y que embriagó a las diferentes corporaciones municipales de un sentimiento de impotencia. Ante ello, optaron por precintar las instalaciones de la obra. “Nos demandaron”. Un tira y afloja que zanjó el Gobierno en 1985 cuando, considerándola una obra de interés público, autorizó en Consejo de Ministro la ejecución del pantano. “A partir de ahí supe que el día llegaría por muy doloroso que fuera”. Y no tardó.
El 10 de marzo de 1986 los vecinos de Riaño recibían las primeras cartas en las que se les invitaba a desalojar sus viviendas. Manolo Álvarez no olvidará jamás la reunión en la que su madre murió. En ella estaban citados aquellos vecinos que habían recibido la primera advertencia: tenían seis meses para dejar su hogar. “Ése día en la reunión mi madre sufrió un infarto. A mi madre se la llevó el maldito pantano”.
Una muerte que la evitó, según recuerda hoy su hijo, ver cómo las excavadoras dejaban reducido a escombros la casa familiar. Porque Manolo fue de los primeros afectados por el pantano. A las siete de la mañana de un gélido 10 de diciembre de 1986 se vio obligado a salir de su vivienda que ocupaba el lugar donde se asentarían los pilares del viaducto que ahora conduce a Riaño.
“Este mal no se lo deseo a nadie”, recuerda con un nudo en la garganta sin poder contener la emoción al echar la vista atrás. Porque como él, Beñoga Liébana nunca imaginó que el desalojo se hiciese realidad. “Vives siempre a la sombra del gran muro. Es más, en los últimos años, muchas casas se dejaban caer porque se decía que ya venía. Era imposible de creer”.
Una primera fase que encendió la mecha del intenso conflicto que se vivió en Riaño y que tuvo su germen en la gran manifestación del 17 de mayo de 1986, en la que unidos y con el capilote (narcisos) como emblema de lucha, los nueve pueblos al unísono clamaron “no” a la construcción del pantano.
Sin embargo, a partir de las primeras demoliciones la lucha se recrudeció. Numerosos grupos de ecologistas de diferentes puntos de España se trasladaron a Riaño donde se sucedieron las protestas y las imágenes de hombres y mujeres encaramados a los tejados. Una lucha de la que se hicieron eco todos los medios de comunicación y que, en cierto modo, devolvieron la esperanza a los vecinos.
Al menos así lo recuerda Rosa Valladares, la última mujer que dio a luz con Riaño totalmente en pie. “Vino tanta prensa que eso te animaba a seguir. Yo no me subía a los tejados porque estaba tan gorda que no entraba en las trampillas”, bromea Rosa, a la que aún hoy le retumba en la cabeza el seco sonido de la campana que anunciaban las malas nuevas.
***Pinche en cada uno de los nueve pueblos afectados por el pantano para ver las imágenes
“En esta época vivíamos a toque de campana. Si traían las actas de ocupación, sonaba; para formar barricada, sonaba; si venían a cortar los árboles, sonaba; si había que dormir en el Ayuntamiento, sonaba. Te acostabas esperando que al día siguiente no tocasen las campanas porque no traían nada bueno”.
Un sonido que retumba en su memoria como también la imagen de su abuelo asomado por la ventana de su vivienda, en el cruce del pueblo, viendo el ir y venir de aquellos que se bien se dirigían a Valdeón o a León. Dando el parte de la quitanieves. “Y al final llegó la maquinaría. Pero esta vez ya no la veíamos desde la ventana sino desde la calle, viendo cómo nos tiraban la casa”.
Fue el 12 de julio de 1987 a la una de la tarde. Antes, el 7 de julio, ya había empezado la última demolición. Aquella que acabaría asolando un valle entero.
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Abel Verano, Lidia Carvajal y Lidia Carvajal
Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
José A. González y Álex Sánchez
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