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El último pantano

Arrasaron con todo, los invasores no dejaron piedra sobre piedra. Las máquinas engullían un inmueble detrás de otro con una voracidad iracunda

luis herrero rubinat

León

Viernes, 7 de julio 2017, 14:27

El día siete de julio se cumplen treinta años desde que las máquinas arrasaron Riaño, Pedrosa, Huelde, Anciles, Salio, La Puerta, Éscaro, Burón (parcialmente) y Vegacerneja (parcialmente). Nueve pueblos que primero fueron destruidos, casa a casa, piedra a piedra, y posteriormente anegados por las aguas ... del pantano. Uno de los rincones más bonitos, más emblemáticos desde el punto de vista medioambiental y con más tipismo de la provincia de León, y de España entera, acabaría siendo devorado por las aguas embalsadas del río Esla. Lo que fue un paraje idílico e irrepetible, terminaría convirtiéndose en una colosal bañera de 2.200 hectáreas de superficie.

"Igual que un rebaño de ovejas ante una manada de lobos: así debieron sentirse los vecinos cuando vislumbraron lo que se les venía encima"

Luis herrero rubinat

Hace treinta años con la alborada de ese día de san Fermín, cuando apenas el sol despuntaba por las estribaciones de la montaña oriental leonesa y ese paraíso aún no había terminado de desperezarse, una sacudida estremeció al valle entero. El retumbar de las máquinas de demoler (buldóceres, excavadoras, grúas, camiones…) aproximándose a las poblaciones, el espectacular despliegue de guardias civiles a pie y a caballo que se presentaron en tromba y el sonido del rotor de los helicópteros de la Benemérita, hacían presagiar la tragedia. En esa mañana del siete del siete del ochenta y siete la peor de las pesadillas comenzaba a perfilarse como la más cruenta realidad para la montaña de Riaño. El valle de una paz sublime hasta entonces, se convertiría en el escenario de una agonía desgarradora; en un valle de lágrimas.

Igual que un rebaño de ovejas ante una manada de lobos: así debieron sentirse los vecinos cuando vislumbraron lo que se les venía encima. Experimentarían la misma impotencia, el mismo sentido de la fatalidad cuando todo ese ejército de maquinaria pesada y de guardias civiles comenzó a desfilar por el valle. No tenían escapatoria y lo sabían. La suerte de los nueve pueblos estaba decidida, ese mismo día sería el principio del fin.

Arrasaron con todo, los invasores no dejaron piedra sobre piedra. Las máquinas engullían un inmueble detrás de otro con una voracidad iracunda, como si de ávidos carroñeros se trataran. Trabajaban a destajo, de sol a sol, siete días a la semana. La consigna del gobierno apremiaba a aniquilar el valle sin demoras.

En su frenesí destructivo, las máquinas se llevaron por delante iglesias centenarias, ermitas de alto valor patrimonial, restos arqueológicos, puentes emblemáticos y hasta palacios. Arremetían, ciegas, contra todo lo que se le interponía a su paso. En solo diecisiete días desde que se iniciara la masacre, todos y cada uno de los pueblos afectados ya habían quedado reducidos a cascotes, maderos humeantes y enseres abandonados. El valle paradisiaco que fue hasta entonces Riaño, se había convertido en una cochambrosa escombrera.

Para quienes presenciamos aquellas escenas, nos resulta imposible borrarlas de nuestra memoria. Treinta años después aún resuenan los ecos sordos de los golpes de las excavadoras contra las paredes y los tejados de las viviendas. Aún reverbera el sonido seco de los edificios al desplomarse, entre una nube de polvo oscuro. Aún están vivas las imágenes de las casas ora en pie, ora demolidas; así una a una, hasta derribar la última edificación de cada uno de los pueblos. Y, cómo no, aún siguen lacerando las escenas de desgarro de los afectados que presenciaban el cataclismo: la resistencia a abandonar su vivienda, la última mirada antes de que lo que fue su hogar y el de sus antepasados se viniera abajo, el arrojo de los tejadistas, las personas que ocupaban los tejados de las viviendas con la pretensión de retrasar el fatal desenlace del inmueble. O la quema de las vigas de madera por parte de los moradores, para evitar que terceros foráneos se lucraran con una parte del esqueleto de su casa recién destruida.

"Riaño fue sacrificado en aras de una concepción discutible de progreso: los nueve pueblos desaparecieron y el valle fue anegado para regar 80.000 hectáreas del sur de la provincia de León"

Luis herrero rubinat

Como si de una maldición bíblica se tratara, hace ahora treinta años el valle de Riaño se transformó en una auténtica bacanal de destrucción. Los perjuicios que se produjeron tanto desde el punto de vista social, ecológico o cultural son irreversibles. También resultan imposibles de cuantificar, dada su magnitud. Ante la dimensión de tales daños cabe volver a plantearse, como ya se hizo entonces, hasta el cierre de la presa, qué bien superior puede justificar semejante masacre. Y qué tipo de responsabilidades deben asumir aquellos gobernantes que, una vez provocado el mal, se han demostrado incapaces de aprovechar la nueva infraestructura para los fines a la que estaba destinada.

"¿Qué tipo de responsabilidad deben asumir todos los gobiernos que se han sucedido por incompetentes y embaucadores, por incumplir la razón por la que se ocasionaron tantos perjuicios a la montaña leonesa?"

luis herrero rubinat

Riaño fue sacrificado en aras de una concepción discutible de progreso: los nueve pueblos desaparecieron y el valle fue anegado para regar 80.000 hectáreas del sur de la provincia de León. Después de tres décadas no se ha materializado ni la mitad del regadío previsto. Si la razón de ser del sacrificio de Riaño era convertir en un vergel una parte significativa de la provincia leonesa, y estas infraestructuras no se han ejecutado, ¿quién responde ahora de la devastación del valle y de los quebrantos ocasionados por el pantano? ¿Acaso el regadío fue solo la disculpa, pero no el objetivo real de la presa de Riaño? ¿Qué tipo de responsabilidad deben asumir todos los gobiernos que se han sucedido por incompetentes y embaucadores, por incumplir la razón por la que se ocasionaron tantos perjuicios a la montaña leonesa?

Podemos considerar a Riaño como el último pantano de tales características y dimensiones que se va a construir en España. La destrucción del valle en julio de 1987 y el cierre de la presa el 31 de diciembre de ese mismo año se precipitaron porque, a partir del año siguiente, las autoridades europeas podían haber puesto impedimentos para que se anegara el valle. No lo hubieran consentido. Por eso se actuó contrarreloj, para evitar que los socios comunitarios sacaran los colores a España. Para que no nos recordaran que ese tipo de atentados contra espacios naturales no son propios de los países civilizados sino de las repúblicas bananeras. Por eso, y para tranquilidad del resto de las zonas montañosas, el del Esla cierra la lista de los grandes embalses, tan característicos del franquismo. El pantano de Riaño pasará a la historia como la postrera obra ejecutada que, aunque fuera doce años después de su muerte y con la connivencia entusiasta de los socialistas, lleva el sello de quien fue Caudillo de España, por la Gracia de Dios.

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