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«Da mucha pena ver esto así. Hacía por lo menos un par de años que no subía hasta aquí». Esta es la primera impresión que dos vecinos de Ciñera de Gordón, Ismael Martínez y Florencio González, se llevaron al regresar al pozo Ibarra, donde tantos años pasaron trabajando para la empresa minera Hullera Vasco-Leonesa.
Allí, a finales de la década de los 50, ambos entraron a trabajar. Florencio lo hizo durante 35 años – en esta y en la explotación de Santa Lucía de Gordón -, Ismael durante 33. Era una mina mucho más dura de lo que fue años después, con la modernización y la llegada de la tecnología, que repercutió en las condiciones laborales que afrontaban cientos de mineros leoneses cada día.
Florencio e Ismael acceden a lo que antiguamente era el pozo Ibarra. La alambrada que delimitaba el recinto ya no existe y se vislumbra algún pedazo de ella en el suelo. Una estructura de vigas, ya sin apenas bloques y edificios en estado de semirruina son la primera 'postal' de esta antigua explotación minera donde el castillete se erige, aún firme y portentoso, para gobernar este paraje.
«Por aquel camino venían andando los de Buiza. Por el Faedo, pasando por encima de cuatro raíles y cuatro tablas, llegaban los de Coladilla y los de Valle. Cada uno venía como podía, con nieve hasta la cintura», explica Florencio nada más entrar a estas instalaciones abandonas. Porque entonces, recuerda, la 'fusca', como en esta zona se conoce al autobús que subía al tajo a los mineros, no existía, y cada cual iba caminando, con más de hora y media de trayecto de ida y otro tanto de vuelta, a diario.
«Y las ocho horas que trabajabas aquí. Luego pasaron a ser siete horas y diez minutos. Los diez minutos eran por el tiempo de parar a comer el bocadillo. Pero al principio eran ocho. Y doblando, podías entrar a las 8 de la mañana y salir a las 8 de la tarde. Creo que eran los martes y los jueves. Los sábados también se trabajaba y algún domingo, que te venían a buscar a casa», recuerdan.
Florencio trabajó tanto como minero, «metiendo y sacando vigas» como en la Brigada de Salvamento. «Pero no tenía un trabajo fijo. Tan pronto estaba con los picadores, como metiendo ventilación… Yo era albañil y entré en la mina porque mi suegro me avisó de que se necesitaba gente para encofrar y hacer las bombas nuevas del pozo. Y me convenció».
Ismael, por su parte, era picador y trabajaba en las 'estrechas' unas galerías de entre 50 y 70 centímetros de altura: «Trabajábamos de rodillas o sentados. Ocho horas. Picabas carbón y se formaba una cadena humana para sacarlo con palas. No se si éramos 14 ó 15 guajes allí. Hasta que llegó el pánzer. Eso fue una maravilla, porque era una cinta que transportaba el carbón. Y aumentó la producción: todos nos dedicábamos sólo a picar en vez de a palear».
Mientras siguen paseando por el entorno de este pozo Ibarra, protegido bajo la figura de BIC, siguen aflorando los recuerdos. «Mira los compresores. Los han dejado así… Está hecho una pena. Vienen desde otros pueblos a echar escombro aquí, no tendrán otro sitio para hacerlo», lamentan.
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Reconocen que la empresa «se portó bien» y a partir del año 1965 «se empezó a ganar dinero». «La verdad es que ayudaban con muchas cosas. Hicieron el Economato, por ejemplo, o, si llegabas apurado a final de mes, podías pedir un anticipo», afirma Florencio que, sin embargo, no está tan satisfecho con la manera de la empresa de abandonar la actividad minera.
«Lo ha dejado todo hecho una mierda. Mira cómo están los montes, el agua...», analiza Florencio, pero le rebate Ismael: «La culpa también la tiene quien se encargue de eso, que seguramente sea la Junta de Castilla y León».
Y vuelven a hablar de cómo era el trabajo: «El invierno era criminal, ¿eh?» Porque el pozo Ibarra, explican, estaba caracterizado por ser una explotación con mucho agua, por lo que solían salir empapados, a la par que el frío de la Montaña Central Leonesa les 'golpeaba'.
«Realmente, nunca tuve un día malo en la mina, pero era un trabajo duro, laborioso. Pero había mucha unión», destaca Florencio. «Era un trabajo fatal, pero se fue modernizando e iba siendo algo menos duro», apunta Ismael, que recuerda que tenían que mover, al principio, «pesos de 60 kilos tú solo hasta que llegaron máquinas hidráulicas que te ayudaban».
«Y para los mecánicos también, por ejemplo. Les llegó un material mucho más ligero. Recuerdo un aspa que llegó a Santa Lucía y entre dos tíos no podían con ellas y eso que esos dos tiraban de cojones», añade.
De nuevo parados frente a una pared que afirman que era el antiguo cuarto de aseos, «ya no está ni la salida», recuerdan el mejor momento de trabajar en el tajo, el del bocadillo: «Sabía diferente el pan a cuando lo comías en casa». Florencio recuerda que, incluso, guardaba un pedazo de bocadillo para sus hijas: «Lo agradecían mucho cuando llegaba a casa, les encantaba».
Ismael recuerda que se levantaba pronto y desayunaba «un vaso de café y poco más» y el bocadillo a las 11 de la mañana les sabía a gloria: «Estaba rico, cómo no iba a estarlo». Justo al finalizar la frase, mira al fondo: «Allí tenía yo un chopo y alrededor, en esa vaguada, planté unos 25. Ahora ya sólo queda uno, qué pena».
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Sara I. Belled y Leticia Aróstegui
Doménico Chiappe | Madrid
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