Manuel Moure es una autoridad moral entre sus vecinos. Fue uno de los padres que tuvo que sufrir cómo sacaban a su hijo mayor, Manuel, del pozo Emilio en 2013. Lola, la primera hija de Manolín tenía tantos días como años su malogrado padre. ... Cuarenta. Manuel Moure padre (72 años) entró en la mina de ilegal con 15 años y después de décadas aguijoneando la pared con su martillo neumático acabó su vida laboral como vigilante, una de las labores más reconocidas por su peso real y simbólico.
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Sus colegas agradecen de este maestro de mineros el que «siempre estaba más pendiente de enseñar y cuidar que de la obsesión por producir». Pero Moure siempre tuvo claras las prioridades porque, cuando él empezó, «era rara la semana en que no había que sacar algún cadáver».
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Frente al infortunio de su chaval, su rostro refleja las cicatrices de una supervivencia que sorteó varias veces las traiciones del 'hormiguero' subterráneo. Una vez le golpeó un costero de unos 500 kilos. Lo sacaron en coma pero se salvó. En otra ocasión quedó enterrado hasta el pecho por un desprendimiento. Lo sacaron en volandas del bloque seco y ciego de mineral. «Son gajes de la mina», dice él.
La parquedad de palabras se acaba cuando busca respuestas a su desgracia. «Allí falló todo. Había 16 personas en seguridad. Uno solo ocupaba cinco puestos. No se respetó ni el precinto de seguridad», denuncia Moure.
Han pasado más de seis años desde que la mina le arrebató a su hijo y a cinco compañeros. Y Manuel y toda Ciñera siguen esperando. En todos estos años y junto a su mujer, Toñi Fernández, no ha dejado de moverse para despejar interrogantes. Han ido a pie a León para seguir el proceso judicial, han encartelado la iglesia y la plaza con pancartas clamando justicia. Y la balanza ciega, de momento, calla.
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Moure insiste en que la empresa «nos trató peor a cucarachas. Nunca se han dirigido a nosotros para ver si necesitamos algo, ni han pedido perdón». Esta lucha que se ha convertido en el motor de su vida. En su casita, una de las que hizo la Vasco-Leonesa con sello de barracón, conserva en la habitación del hijo su pequeño santuario del hijo desaparecido. En el trastero siguen el caso blanco con el nombre de 'Manolín', sus lámparas de seguridad, sus linternas y su cartuchera con sus herramientas. También el martillo neumático de sus tiempos de picador que levanta con una mano. «Así, estábamos siete horas a pulso y pendientes de la lámpara del grisú».
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Los vecinos miman a Manuel. Aseguran que «cuando tienes un muerto en la mesa, no hay más que decir». Pero el tiempo pasa y el olvido parece sepultar un poco cada día, el deseo y la necesidad de una reparación judicial.
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A Moure también le duele que le digan lo bien que vive un minero. Su barriada está llena de casitas de viudas. «Tenemos cientos de ellas. Antes la gente se jubilaba y durante como mucho un par de años».
Al menos, sus otros dos hijos evitaron la condenada mina. «Fue su hermano mayor, Manolín, el que peleó para que no entrara ninguno. Y ya ve usted».
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