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Es un viaje cruel, violento y desalmado. No porque pase de un momento a otro, sino todo lo contrario. La templanza con la que ocurre, la suavidad, la calma y cómo casi sin quererlo y a cuentagotas uno se da cuenta de la ida de una persona. El alzheimer es una enfermedad que te muestra una de las caras más duras de la vida, aquellas donde la lentitud te acuchilla hasta tornarse en algo inexorable sin otra salida que la de afrontarla de cara y nada más.
Son muchos los casos en los que, sin embargo, todo adquiere una fugacidad que no permite ni darse cuenta de lo que está pasando. Sin tiempo para aceptarlo ni pensarlo, el alzheimer puede golpear bajo sin ser esperado. Un día aquí y al otro allá. Un destino azaroso que llega a la vida de manera tan desgarradora como también lo es su impacto.
Las personas con alzheimer son muchas veces conscientes de que «algo pasa». Sin saber muy bien el qué ni el cómo ni el cuándo, ellos advierten, sin quererlo, que algo no va como siempre. Porque una tendencia generalizada es la de negar que algo les perturba y tranquilizar al resto con un cortante «todo va bien». Lo saben, lo reconocen para ellos mismos, pero no lo externalizan.
Ese es el caso del padre de Yolanda, que dejó de hacer determinadas cosas voluntariamente (como conducir, por ejemplo) porque notaba que no todo iba como debía. Un caso extraño, además. Sin fumar ni beber, haciendo deporte y «trabajando siempre con la cabeza», el alzheimer atacó a una persona «inteligente y muy culta». Salvo por un ictus leve, el resto no parecía cuadrar mucho con los factores entendidos como favorecedores de la aparición de la enfermedad.
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«Nunca supimos por qué le había dado el alzheimer», comenta Yolanda. «Se recuperó muy bien del ictus, pero no sabemos si surgió a raíz de eso o qué», se pregunta. Su padre no sabía lo que quería decir, no acababa las frases y se inventaba coletillas para no evidenciar lo que ocurría. De esas veces que la cadencia con la que avanzaba el problema era lenta y a lo que se sumaban otras patologías que no ayudaban: «Empezó a perder vista y oído, lo que hizo que el aislamiento fuese peor». La degeneración a la que somete la enfermedad es tan aguda que la conclusión de Yolanda es impactante: «Es duro decirlo, pero a mi padre le hubieran sobrado los dos últimos años».
El varapalo realmente serio que recibieron Yolanda y sus cinco hermanos fue cuando su madre empezó a dar síntomas de lo mismo. Otra vez a convivir con una enfermedad sin cura y degenerativa, que 'celebra' este sábado 21 de septiembre su Día Mundial. Como la experiencia hace al maestro, no dudaron en convencerla para asistir diariamente al Centro de Día de Alzheimer León y en aprovechar la lección aprendida con su padre para utilizarlo con ella.
«Nuestra intención es que mientras podamos siga viniendo a casa cada noche», cuenta, incidiendo en que mientras la situación lo permita y ella, junto con sus hermanos, se puedan hacer cargo de los cuidados nocturnos y matinales, seguirá en este camino. «Nos costó mucho que fuera, pero como allí le iban a activar la mente y la memoria y siempre sin decirle nada de la posible enfermedad, logramos que fuera», relata un tanto apenada. Aún así, «ahora ya está acostumbrada, pero se sigue inventando películas a veces para no ir». «Dice que pasa a saludar porque se tiene que volver con su hija», añade entre risas.
A pesar de eso, no deja de hablar bien del Centro. «Les obliga a seguir conectados a la realidad, porque como se queden en casa es peor», además de reconocer que al principio dejarles allí era «triste», pero que tal y como reaccionan a los estímulos merece la pena. «Pasas por momentos en los que dices que no te puede estar pasando eso y te desesperas«. Es importante no mostrarse débiles ni frágiles ante las personas con alzheimer, por ello en su familia deciden tomárselo con un relativo humor al interaccionar con ella. «Tienes que buscar formas para no decaer, por ejemplo nuestros padres eran muy de ironizar, entonces nosotros les hacemos bromas para que se rían un poco. Cada uno tiene sus trucos para eso», explica Yolanda.
Los consejos de una persona cuyos padres han tenido alzheimer valen más que mil palabras de cualquier emisor. Para Yolanda, aquello de tomárselo con humor, «dentro lo que cabe», es una forma de conexión y de «favorecer el equilibrio mental», además de agradecer el trabajo de los responsables del Centro. «Hacen un trabajo bestial, están siempre pendientes de buscar facilitarles la vida y que no se pierdan en el universo», subraya, haciendo también referencia a la cantidad de mesas redondas y talleres que realizan en pro de mejorar la relación con los afectados. «Por no hablar de que te permite no dejar de trabajar para cuidarles o estar pendiente de otras cosas, sabes que allí están mejor y eso te alivia el día entero», comenta un poco más calmada.
La labor del Centro trasciende más allá de sus responsabilidades. Procuran tener una fluidas conversaciones y revisiones de sus internos con las familias: «Te llaman a casa, te comentan que han detectado algo y te preguntan cómo podemos mejorarlo entre todos. Son un encanto», despejando cualquier duda respecto a la mala fama que tiene dejar a los mayores en estos lugares durante el día.
La cruz con la que están cargando no es poca cosa. «No deja de ser tu madre y tu padre quien se apaga», reflexiona, «les ves desaparecer y no ser las personas que eran antes». Una enfermedad que suele comer poco a poco con efectos irreversibles que van aflorando cada cierto tiempo. Cada 21 de septiembre, familias como la de Yolanda se unen para lanzar un grito al cielo que, aún sin tener remedio, alivie de algún modo el dolor diario que implica un familiar con alzheimer.
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Sara I. Belled y Leticia Aróstegui
Doménico Chiappe | Madrid
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