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Sara nunca tendría que haberse escondido para morir. Duro, pero real. Esta leonesa, morena, vitalista, de rostro dulce, con mirada penetrante, alegre, soñadora, ilusionada e ilusionante escogió la suite de un céntrico hotel de Oviedo para poner fin al enorme dolor que le provocaba la propia vida.
Sí, en ocasiones la vida duele, y mucho más de lo que se pudiera llegar a imaginar. Ocurrió el pasado miércoles, de madrugada, y el final, su final, fue una odisea que ella, activa militante de la asociación Derecho a Morir Dignamente, nunca querría haber recorrido.
Sara apenas tenía 35 años, había estudiado ingeniería de diseño industrial en la Universidad de Gales y, posteriormente, realizó un máster en Ingeniería Biomédica en la Universidad de Valencia. Era un portento, una joven con las ideas claras, con la cabeza muy bien amueblada.
Pero la vida, su vida, entró en una deriva que nunca había contemplado cuando le diagnosticaron esclerosis lateral amiotrófica (ELA). Ella no dudó ni un instante lo que eso suponía y exploró todos los entornos posibles.
Y entre ellos las terapias y la medicina no tradicional. Acudió a cursos de esoterismo, según han reconocido quienes compartieron con ella algunas tardes, pero buscaba quizá un alivio más mental que físico. «Era inteligente y buscaba conocer todos los mundos posibles relacionados con el propio cuerpo», han relatado.
Pero el ELA nunca se detiene. Tuvo tiempo para insistir a Europa en la necesidad de dedicar recursos a la investigación de esta enfermedad e incluso buscó un milagro en terapias novedosas que nunca lograron los efectos pretendidos.
Lo cierto es que Sara, la misma Sara que sorprendía por su belleza, veía cómo su mundo interior se desmoronaba poco a poco, y cada día un poco más. Los primeros meses de ELA fueron llevaderos, pero los últimos resultaron un tormento. Su cuerpo había entrado en un cuadro clínico conocido como disautonomía con severas limitaciones orgánicas, algunas difíciles de asumir.
Pero ella siempre había dicho que la última palabra ante la enfermedad sería la suya, y no la de un tercero. Hacía tiempo que había conseguido comprar por internet todos los productos necesarios para armar un cocktail mortal, que le permitiera irse despacio, de forma serena, sin dolor y sin pesar.
Esa era su arma secreta, la última bala en la recámara, y no pensaba regalársela al maldito ELA. Su único temor, asegura, es que el compuesto no resultara tan efectivo como ella esperaba o que los productos adquiridos en el mercado clandestino no contaran con la pureza necesaria.
Por eso, en el último instante, quiso estar acompañada. Y ahí recurrió a su asociación, de la que era activa militante, y encontró el último hombro en el que apoyarse.
Dejó una carta que no dejaba lugar a dudas. En ella hacía constar el carácter voluntario de su acción, los datos personales y la motivación para tomar la decisión de poner fin a su vida.
En una tarjeta también dejó grabado un vídeo en el que se la podía ver en los instantes previos al inicio del proceso para acabar con su sufrimiento, además de una declaración jurada y exculpatoria de quienes la acompañaban en ese momento.
Ella no quería dejar suelto ni el más mínimo cabo y mucho menos que hubiera 'daños colaterales' a una decisión firme, meditada, consciente y absolutamente voluntaria.
Sara se fue tal y como había previsto, un paso por delante de la enfermedad. La última palabra fue la suya pero Sara se fue sola, alejada de los suyos, y quizá eso no fue justo, ni merecido.
Hace cuatro años que le detectaron una grave enfermedad neurodegenerativa que, poco a poco, lastró su bienestar hasta que comenzó a valorar lo peor. Era ingeniera titulada por la Universidad de Gales, le gustaba la música de los años ochenta, tenía novio, vivía en Cangas del Narcea (Asturias) y apenas contaba con 35 años cuando decidió, finalmente, quitarse la vida para ahorrarse varios años de sufrimiento a causa de la ELA. Lo hizo el miércoles y según sus propias normas: reservó una suite de lujo, acudió junto a dos de sus amigos para que la acompañasen en sus últimos momentos y, finalmente, ingirió un bote de barbitúricos, que le causó la muerte. Grabó un vídeo y dejó una carta escrita para eximirles y manifestar su deseo de morir en estas circunstancias.
Esa es la historia, al menos según las primeras averiguaciones de la Jefatura Superior de Policía de Asturias, de Sara Fernández-Llamazares, la leonesa hallada muerta en la madrugada del martes en un céntrico hotel de Oviedo y que ha traído consigo el inicio de unas investigaciones por un presunto caso de suicidio asistido. Su sufrimiento era tan grande que no pudo esperar a la aplicación de la ley de eutanasia, según dejó escrito.
Ella misma y otro hombre, de 70 años, reservaron la habitación el lunes. «La mejor de todo el establecimiento», aseguraron después, en declaraciones a este diario, fuentes cercanas a la víctima. Se registraron el martes por la tarde con normalidad y portaban una maleta. Ella entró por su propio pie y subió a la habitación. Nadie observó «ningún indicio» que hiciera prever el desenlace.
Los servicios funerarios locales sacaron de la habitación el cadáver a las ocho de la mañana del día siguiente. El personal del hotel solo tuvo noticia de lo sucedido cuando vieron entrar a los uniformados y a los técnicos de la ambulancia que acudieron tras recibir el aviso.
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