Abel Fernández siente que ha vivido los últimos 30 años «de gorra». Solo era un veinteañero cargado de sueños y con toda la vida por delante cuando el aceite de colza entró en su casa y lo cambió todo. Aunque ya queda lejos aquella ... primavera de 1981 en la que su abuela compró una garrafa de cinco litros con un aceite desnaturalizado los efectos que la intoxicación dejó en su cuerpo son todavía evidentes.
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Así lo atestiguan las quince pastillas diarias que debe tomar para diferentes afecciones derivadas del envenenamiento y que, en los peores momentos de la enfermedad, llegaron a ser 28. «He tenido colesterol de 625, triglicéridos de 4.400, diabetes, problemas intestinales, muchas secuelas a nivel muscular», enumera Abel, que a sus 60 años sentencia: «Nunca pensé vivir lo que he vivido, nunca, de lo mal que estuve. Llevo 30 años viviendo de gorra».
Abel, que por entonces estaba haciendo la Mili, fue uno de los primeros leoneses en ingresar en el Hospital durante aquella primavera trágica. «Al principio noté insuficiencia respiratoria, me ahogaba estando sentado y tenía fiebre, mucha fiebre y tos. El médico del pueblo vino a verme a casa y al principio no le dio importancia, pero unos días después tuve que ingresar en el hospital», recuerda.
Y así fue: a su llegada a urgencias, unos enfermeros le acompañaron al interior del edificio. «¿Cuánto tiempo llevas así?», le preguntaron. «Unos ocho o diez días». «Estás agotado, no llenas los pulmones», le respondieron. Tres semanas después Abel abandonaba el hospital con veinte kilos menos, dos números menos de pie y ocho centímetros menos de estatura.
«El médico bajaba cada día a darles el parte a mis padres que como todos los familiares no podían ir a vernos porque teníamos que estar aislados. Durante los primeros quince días que pasé allí a mis padres les decían que igual no pasaba de esa noche», rememora todavía con la angustia de aquellos días muy presente.
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Una vez en casa, las secuelas iban apareciendo una tras otra en el día a día, sobre todo a nivel muscular. «No podía cerrar las manos, costaba trabajo andar, las articulaciones estaban echas polvo». La rehabilitación jugó un papel fundamental en estos pacientes, un lugar donde «había muchos lloros» y donde una frase se repetía en la cabeza de Abel: «Tengo 20 años y me han hecho polvo la vida».
Cuando se recuperó, Abel se marcó a fuego un objetivo, conseguir que las administraciones reconocieran a los afectados por el síndrome tóxico y se les pagase una indemnización por las negligencias cometidas.
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Tras dar «muchas vueltas, presentar muchas reclamaciones y tratar con muchos ministerios para que se nos atendiera en condiciones» los afectados consiguieron que en las provincias más afectadas se instalara una unidad de seguimiento específica para estos pacientes. «En León lo peleamos y nos pusieron dos, una en la capital y otra en El Bierzo, y fue algo que nos ayudó muchísimo».
Autobuses llenos con miembros de la Asociación de Afectados por el Síndrome tóxico en León, de la que Abel es presidente, viajaron a Madrid durante el juicio a los aceiteros, y cuando el Tribunal Supremo inició el juicio en el que el Estado fue declarado responsable civil subsidiario de la provincia de León salieron ocho autocares. «Fueron muchos años y el desgaste era importante porque éramos enfermos y gente mayor pero teníamos que estar ahí».
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Abel Fernández, afectado por el SAT
Finalmente los afectados por el SAT -Síndrome del Aceite Tóxico- lograron tener una tarjeta que los acredita como tal, una de sus principales reivindicaciones. «Yo estoy muy orgulloso de tenerla porque quiero que se me reconozca como lo que soy», explica Abel, aunque lamenta la escasa investigación sobre lo que realmente pasó. «Se tenía que haber investigado más, sigo teniendo dudas sobre si no hubo algo más detrás del aceite de colza pero por lo que fuera no interesó seguir estudiándolo».
Al echar la vista cuarenta años atrás y hacer balance, Abel lo tiene claro. «Las expectativas que con veinte años tenía de la vida no eran precisamente estas, quería trabajar, realizarme, llegara o no a lo que quería, pero era mi objetivo», lamenta, aunque celebra haber sacado adelante «una familia, unos hijos y unos nietos que son lo mejor que tengo».
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Para terminar la entrevista, le pedimos un mensaje: «No estoy contento de haber cogido la enfermedad pero sí estoy contento de que toda la gente sepa que en un momento la administración no funcionó bien, que esto pasó en 1981 y no quiero que pase nunca más y por eso reivindico que soy un afectado del síndrome tóxico y que, si no se toman controles, puede pasar muchísimas más veces».
40 años del aceite de colza
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