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Mercedes Gallego
Enviada especial. Washington DC
Miércoles, 20 de enero 2021
«¿Ya se ha ido?», preguntaban los mensajes. Costaba creerlo, pero sí. Donald Trump dejó este miércoles Washington. La Casa Blanca tiene un nuevo inquilino que no ataca a la prensa ni promueve bulos. Joe Biden aceptó, con la mano en la Biblia, el ... reto de guiar a su país en el difícil camino de la unidad, tras cuatro años de odio y mentiras lanzadas desde el increíble megáfono que da la presidencia de Estados Unidos, amplificadas en las redes sociales. La «dolorosa lección» de estos últimos cuatro años, reflexionó en su primer discurso, es que «hay verdades y mentiras; mentiras que se dicen para adquirir poder y beneficios. Y derrotarlas es responsabilidad de todos».
El discurso de veinte minutos con el que el 46º presidente de EE UU inauguraba su mandato contenía palabras repetidas hasta la saciedad en las solemnes escalinatas del Capitolio, ultrajadas por las turbas de Trump hace menos de dos semanas. La libertad, la igualdad e incluso la intrínseca «búsqueda de la felicidad» que defiende la Constitución son metas tan reiterativas como escurridizas. Pero, por primera vez, «la verdad» se mencionaba trece veces en tan corto y trascendental mensaje. Así de confusa es la realidad que ha dejado Trump y la necesidad de recuperar el consenso ante hechos verídicos en los que creer.
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El nuevo presidente sabe que ese será su mayor reto para alcanzar la unidad que se ha propuesto, algo que «puede sonar a fantasía de tontos estos días», admitió. Su antecesor ha erosionado sin piedad la confianza en los pilares de la sociedad, desde la prensa hasta las instituciones. Su ruta para el poder ha sido la de gobernar en el caos. «Han sido cuatro años de mentiras y propaganda, la gente ya no sabe qué creer», admitió Bill Robertson, un republicano de 60 años que desafió el miedo y las medidas de seguridad para asistir a la investidura, «porque no podemos ceder ante los bárbaros».
Robertson, de hecho, ya no se considera republicano. Bajo la tutela de Trump, el partido de Lincoln y Reagan se ha convertido en algo con lo que ya no puede identificarse. La escalofriante lección que ha dejado el magnate es que «es tan fácil mentir y salirse con la suya que uno se pregunta si vale la pena hacer lo correcto», reflexionaba el hombre. El reto de los conservadores que decidieron asistir a la investidura de Biden, en lugar de a la despedida de Trump en la base aérea de Andrews, será recuperar el alma del partido, mientras el nuevo presidente intenta recuperar la de su país. «Ojalá sea capaz de ganarse el respeto de la gente», suspiró Tim Miller, un joven de 24 años llegado desde Nueva York «porque necesitaba verlo y sentirlo para creer en la victoria».
Biden no es un ingenuo. Sabe que «las fuerzas que nos dividen son profundas y reales». Y que no son nuevas. «Nuestra historia es una constante lucha entre el ideal estadounidense de que todos hemos sido creados iguales y la fea realidad del racismo, la natividad, el miedo y la demonización que nos han hecho pedazos». Trump ha agitado ese racismo subyacente en una sociedad que nunca superó su pecado capital; solo lo hizo tan inapropiado que quienes resentían los esfuerzos por aupar a las minorías al tren del bienestar se veían obligados a callar y disfrazarlo. Hasta que vieron al comandante en jefe defenderlo públicamente con un discurso en clave de mafioso que entendían a la perfección sin necesidad de ponerle todas las letras. Ellos mismos llevaban décadas hablando con frases crípticas. Bastaba con decir que «hay gente buena en ambos lados» de los enfrentamientos entre neonazis y pacifistas para sentirse reivindicados.
Ese caldo de cultivo que se ha convertido en la base de leales de Trump no desaparecerá, ni él lo piensa desperdiciar. Ha visto su potencial y les ha llamado al orden con la promesa de que «lo mejor está por venir», como les guiñó en su mensaje de despedida. «Volveré de alguna forma», aseguró. Si eso era una advertencia de que creará un nuevo partido de «patriotas» está por ver, admitió Karl Rove, arquitecto electoral de George W. Bush, el expresidente que a esa hora posaba junto a Biden en la Tumba al Soldado Desconocido para defender la transición pacífica. Porque, como dijo Biden, este miércoles no se celebraba la victoria de un candidato, sino «de la democracia». «Trump sigue siendo una fuerza poderosa dentro de nuestro partido», concedió Rove a Fox. «Si elige presentarse de nuevo, probablemente sea elegido candidato, pero no sabemos si seguirá siendo una fuerza destructiva».
Prueba de que aún encontrará un terreno abonado para la cizaña es que a esa hora la cadena favorita de Trump no repicaba el mensaje de unidad que Biden intentó transmitir, sino la «divisiva» decisión de incluir la inmigración entre las primeras órdenes ejecutivas y lanzar el mensaje a Centroamérica de que «las fronteras de EE UU están abiertas», sostenía la columnista británica Katie Hopkins, que, animada por la revuelta del día 6, se había instalado en Washington para no perder puntada. «¿A esto le llaman democracia, con 25.000 soldados impidiendo que la gente asista a la investidura?», instigaba la autodeclarada fan de Vox, y de cualquier partido de ultraderecha europeo. «Mira a tu alrededor, aquí hay más periodistas que público».
El gran reto. «Las fuerzas que nos dividen no son nuevas. Son profundas y reales»
Sacudirse fantasmas. «El miedo y la demonización nos han hecho pedazos»
Eso era tan cierto que, en la única entrada al perímetro de seguridad cercana a la Casa Blanca, la Guardia Nacional animaba a los peatones a entrar para que hubiera alguien frente a las cámaras. Biden no pudo salir del coche. Su caravana tuvo que desfilar por avenidas desiertas custodiadas por las tropas. Es el único presidente en 152 años al que su antecesor no pasa el testigo y el primero que tiene que sacar las tanquetas a la calle para garantizar su llegada a la mansión presidencial sin que le asesinen.
¿Y de quién es la culpa?, se le pregunta a Curtis Johnson, un vecino de Washington tan indignado como la extremista británica ante «la peor» investidura que haya visto en sus 75 años de vida. «¡De los políticos!», coincidía con los que intentaban vender camisetas y banderas a un público inexistente. «Estoy cansado de tanta mezquindad. ¿Ves esta moneda? No pone demócratas o republicanos en ninguna cara, a todos nos gusta por igual. Te quiero, hermana, y no hay nada que puedas hacer para impedirlo. ¿Captas el mensaje?».
Se abre la puerta del ascensor. No es posible identificar al hombre con casco y chaleco reflectante que sale de él, pero la consigna no deja lugar a dudas. «Make America Great Again!», grita al salir (Haz América Grande de Nuevo). El eslogan de campaña de Trump está vivo. Si no se les veía este miércoles en Washington es porque su líder ordenó un repliegue táctico. Quería irse con la cabeza alta. El «dad un paso atrás y quedad a la espera» del debate presidencial está vigente. El asalto al Capitolio solo fue una demostración de fuerza. Al salir, Jacob Chansley, el cabecilla vestido con piel de ciervo y cuernos, explicó por qué se iba a casa: «PorqueTrump ha tuiteado que lo dejemos. Ya hemos ganado el día». La guerra no ha hecho más que empezar.
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