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En algunos países existe el hábito cultural de conciliar el sueño en las primeras horas de la tarde. Los estudios sobre los comportamientos cronobiológicos, realizados por los que se dedican a la medicina del sueño, confirman que los humanos, al igual que muchos mamíferos, están programados para dormir dos veces al día. El ciclo largo que coincide con la noche y el ciclo corto (entre 15 y 60 minutos) que coincide con nuestra famosa siesta. Por ejemplo, una persona encerrada en una habitación durante varios días, sin luz diurna, no pierde los dos picos de somnolencia. Lo mismo le ocurre a una persona a la que se le fuerza a dormir intermitentemente durante varios días. También se ha demostrado que, en general, la atención intelectual va disminuyendo con el tiempo. La siesta permite retomarla de nuevo, sobre todo cuando el ciclo largo, con la edad, ya no lo es tanto.
Además, existen otros dos factores importantes: las temperaturas altas y la costumbre de un desayuno ligero y una copiosa comida al mediodía, regada con buen vino. Estos dos factores generan en el cerebro una situación de somnolencia que produce cansancio. Experimentos de la NASA con pilotos de avión lo han demostrado. Sin embargo, la dinámica de la vida actual está dejando en desuso esta tradición que parece ser bastante antigua, un dato que es contradictorio con el que dice que un 51% de las personas de todo el mundo disfruta de la siesta.
El origen de la siesta puede venir de la Roma clásica. Parece que los romanos, efectivamente, se detenían a comer y descansar a la hora sexta del día. Pero hay quien sostiene que fue en el siglo XI, tal y como reflejan las normas de la Orden de San Benito. Había una que aconsejaba, ayudados del silencio y la oscuridad, guardar reposo y tranquilidad en la hora sexta. Sea uno u otro el origen, la siesta se convirtió en un fenómeno transcultural y se afincó en los países donde los horarios laborales permitían esta práctica. Se pueden distinguir cinco tipos de siestas: de recuperación, es decir, por haber dormido mal; profiláctica, para prevenir los efectos de sueño y cansancio; esencial, por enfermedad; apetitosa, por placer, y completa, la de los niños.
Los 20 o 30 minutos de sueño reparador después de comer tienen, en general, algunas ventajas: reducen la sensación de somnolencia y aumentan el estado de alerta, producen relajación muscular, disminuyen la fatiga y la ansiedad, mejoran el control emocional, producen un descenso del estrés y un mejor rendimiento cognitivo, mejoran el tiempo de reacción, la coordinación y el razonamiento lógico y consolidan y mejoran la memoria. Para la mayoría de los adultos, parece que ayudan a conservar óptimo el sistema inmunológico y a disminuir el riesgo de enfermedades cardiovasculares. Pero también existen inconvenientes, como el de levantarse malhumorado cuando es demasiado prolongada o el de quienes tienen luego problemas para conciliar el sueño en el ciclo largo.
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