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Es miércoles, día de compra. Y Raquel tiene para tres horas. «Voy a cinco supermercados distintos. En uno compro las legumbres en bote porque son 'bio', no llevan antioxidantes y están envasadas en cristal, que en mi casa no entran más latas que las de ... bonito, no me fío de los revestimientos de esos envases. En otro súper cojo la leche, que sé que es de vacas criadas cerca. Voy a otro distinto a por el pan cien por cien integral porque llevaba tiempo comiendo uno de centeno y cuando pregunté a la panadera cuánto centeno llevaba me dijo que un 5%, así que me estaba metiendo, practicamente, harina blanca. En otro supermercado he encontrado un pavo del 99%, que es el único embutido que comemos, además de un jamón de la Sierra de Granada que no lleva sulfitos ni conservantes y un poco de jamón que pido para Navidad a unos criadores de Salamanca que sé que alimentan a los cerdos con bellotas».
Si con eso estuviera todo hecho... todavía. Pero no. Raquel Marín, comercial madrileña de 56 años, reconoce que su vida gira en torno a la comida. La suya... y la de los suyos. «Voy a casa de mi hija y le abro la nevera para ver qué tiene, si llega una caja de bombones de regalo a casa la tiro a la basura sin abrir y reconozco que amargo las sobremesas familiares, que enrarezco el ambiente. Sé que soy muy extrema, pero también sé que lo que hago es beneficioso».
¿Es Raquel una mujer simplemente preocupada por su salud o sufre ortorexia? «Es difícil de distinguir. La frontera es que esa obsesión por comer solo alimentos sanos y cocinados de determinada manera condicione y limite el día a día. La ortorexia no está reconocida como un trastorno con entidad propia, pero es una de las categorías que están siendo estudiadas por los investigadores», explica Robin Rice, director de la Unidad de Trastornos Alimentarios del Instituto Centta de Madrid.
Asegura que es muy complejo distinguir «al ortoréxico puro, que se obsesiona con no intoxicarse» y a la persona que «tiene un problema con su imagen corporal». «Aunque ambos miren las etiquetas, estas últimas se fijan, básicamente, en las calorías».
Una pista para distinguir ambos trastornos: «La persona con conductas ortoréxicas predica con lo que hace, mientras que una persona con anorexia, por ejemplo, lo oculta». Otra: mientras que la anorexia o la bulimia son trastornos que afectan más a las chicas que a los chicos y son propios de edades jóvenes, en la ortorexia no hay diferencia por sexos y suele ser gente más mayor, ya que muchos de los alimentos que consumen son más caros y esa solvencia económica no la tiene un adolescente, anota Rice, miembro también del grupo de trabajo de TCA y obesidad del Colegio Oficial de la Psicología de Madrid.
Aquí, unas orientaciones para saber cuándo esa saludable preocupación por la alimentación puede volverse patológica.
«La relación con la comida debe ser placentera y flexible. Si llega una caja de bombones a la oficina y te apetece comer uno pero no te lo permites bajo ningún concepto... esa rigidez es una pista», orienta el psicólogo. Se reconoce en esa inflexibilidad Raquel, y no la aplica solo con ella. «Cuando voy a comer a casa de otra persona miro las cajas donde vienen los alimentos para ver qué ingredientes llevan y les advierto si no son buenos».
Es el 'anti plan' para una persona con conductas ortoréxicas. «De hecho, no suelen comer fuera casi nunca», apunta el experto. No llega a tanto Raquel, pero casi. «Voy muy poco pero, cuando salgo a comer a un restaurante, acabo pidiendo una ensalada. No te puedes fiar ni de un puré de verduras porque les echan nata a casi todos».
«Si la persona que sigue férreamente sus convicciones se siente culpable cuando no lo hace hay un problema porque la comida, además de un componente nutricional, tiene otro hedónico», advierte Robin Rice. Le pasó a Raquel hace poco... lo de la culpa. «En casa solo desayunamos hummus o pan integral con aceite, pero el otro día comí la palmerita que te ponen con el café en el bar. Fue un desliz, no sé por qué lo hice. Luego me sentí terriblemente mal», confiesa.
Esta es la experiencia que relata Laila Román, diseñadora gráfica de 37 años, valenciana. «Fui con un amigo a cenar a un restaurante. Pero el relax se terminó cuando nos sentamos a la mesa y nos dieron la carta. A mi compañero le cambió la cara y pasó de estar risueño a repasar el menú con el ceño fruncido, resoplando. Iba para arriba, para abajo... El menú se le hacía bola, nada le cuadraba. Farfulló algo sobre las grasas, las calorías... Al final, accedió a compartir unos primeros, los más ligeros que había, y pidió el segundo más soso de toda la carta, el que parecía más sano. ¿Postre? Le cambió la cara de color. 'Nada de postre, gracias', zanjó. Por supuesto, tampoco bebimos vino ni hubo copas. Por un lado, a él le vi presionado; y, por otro, no pude evitar sentirme algo 'juzgada' porque mi actitud con la comida es otra completamente distinta».
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