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Carlos Benito
Lunes, 30 de septiembre 2024, 19:01
A los seres humanos nos encanta decir que somos racionales. ¡Racionalísimos! Y sí, claro, en buena medida lo somos y ese rasgo nos distingue de los demás animales, pero también es verdad que a menudo nos comportamos de manera abiertamente irracional, como si nos esforzáramos en desmentir esa etiqueta que aplicamos orgullosamente a nuestra especie: nos engañamos a nosotros mismos, persistimos tozudamente en el error, interpretamos los datos de manera interesada... Son vicios en los que hemos incurrido siempre, pero internet y las redes han potenciado sus implicaciones y a menudo sitúan nuestra irracionalidad en el centro de los engranajes sociales. En el libro 'La era del sobrepensamiento mágico', recién publicado en España por la editorial Urano, la autora estadounidense Amanda Montell analiza esos sesgos cognitivos que vician nuestra imagen del mundo y de nosotros mismos: como ella dice, son «trucos de magia mental» que, al combinarse con la sobrecarga informativa, interactúan como Mentos y Coca-Cola Light.
Nos lleva a hacer suposiciones sobre una persona a partir de un solo rasgo. «Cuando conocemos a alguien con un sentido del humor ingenioso, pensamos que también debe de ser una persona culta y observadora. De una persona atractiva suponemos que es extrovertida y segura de sí misma. Pensamos que una persona artística seguramente también es sensible y tolerante», enumera Montell. Este sesgo es un resorte fundamental del fenómeno fan, que lleva, por ejemplo, a atribuir importancia a las opiniones políticas de Taylor Swift. En su extremo, da lugar a fenómenos de identificación con el famoso, como si lo conociésemos en profundidad, y puede propiciar pensamientos delirantes y expectativas inverosímiles.
Es la tendencia a dar por hecho que los sucesos importantes no pueden tener causas simples, una distorsión que abona el terreno para las teorías de la conspiración, pero también para creencias como la autocuración: «La mayoría de las teorías conspirativas sostienen que un misterioso mal exterior intenta controlarte. Por el contrario, la terapia conspirativa dice que la fuerza maligna es tu propia mente», analiza la autora. Las redes han dado alas al pensamiento conspirativo: según un estudio del Instituto Tecnológico de Massachusetts, una historia verdadera tarda seis veces más en llegar a 1.500 usuarios de X que una falsa.
Es la convicción que, si ya hemos invertido mucho tiempo o dinero en algo, nos lleva a seguir haciéndolo aunque no hayamos obtenido resultados. «Cuando nos encontramos en medio de una situación donde estamos perdiendo, ya sea en una relación tóxica, un grupo espiritual explotador o algo tan trivial como una película aburrida, tendemos a perseverar, diciéndonos a nosotros mismos que la victoria que esperábamos está a punto de llegar», apunta Montell. La derrota nos avergüenza, la percibimos como un detrimento de nuestro prestigio, y más aún en estos tiempos de exposición pública: «En un clima tan crítico y competitivo, donde nuestro valor social es frágil y efímero, la gente tal vez sienta una presión adicional por esconder sus costos hundidos».
Es la idea de que, si otra persona gana, tú pierdes. En la psicología de las redes sociales interviene de manera devastadora: si vemos que a alguien le va bien, que es feliz o que está muy guapo, tendemos a sentirnos fracasados, desgraciados, feos. Montell destaca un rasgo: «Hacemos nuestras apuestas sociales de una manera muy específica: nuestros 'competidores' más acérrimos en general se nos parecen». Suelen ser, de hecho, personas con las que podríamos conectar, entendernos, sumar, pero el sesgo nos hace verlas como adversarias y fuente de inseguridad.
Es la tendencia a centrarse en los resultados positivos, a sacar conclusiones de los casos que han acabado bien sin reparar en todos esos otros que han ido fatal. «La ignorancia acerca de los fracasos invisibles sesga nuestro juicio en muchas áreas de la vida moderna», sostiene Montell: desde «cuando prestamos atención de manera selectiva a los asombrosos antes y después de algún nuevo programa de ejercicios» hasta cuando argumentamos que «ya no se hacen las cosas como antes» en vista de esas contadas obras maestras que han sobrevivido al tiempo. Y, por supuesto, lo aplicamos a la enfermedad: está detrás de esa idea de que el pensamiento positivo ha salvado a alguien que tenía un diagnóstico terrible, olvidando a todos aquellos -igualmente positivos- que han sucumbido. «A menudo queremos sentir que las vidas humanas son como películas bien escritas».
Lo vemos a diario en las redes (y también en la calle o en el bar), cuando cualquiera se siente capacitado para refutar las afirmaciones de un experto. Casi todos nos sobreestimamos en alguna medida: en un famoso estudio, el 93% de los encuestados se consideraron mejores conductores que la media. Entre las muchas implicaciones actuales de este elevado concepto sobre nosotros mismos, figuran la convicción que tienen muchos jóvenes de que merecen la fama en internet o la costumbre de destacar los errores ajenos en las redes. «La mente moderna tiende a mostrar un mayor exceso de confianza, en especial en los escenarios en los que es más difícil emitir juicios precisos», alerta Montell.
Es nuestra tendencia a creernos algo solo porque lo hemos oído varias veces, que nos convierte a veces en propagadores de ideas falsas y en altavoces de intoxicadores. «Claro que podríamos buscar en Google la mayoría de las respuestas, pero el efecto de verdad ilusoria es tan seductor que a menudo nos detiene y no lo hacemos. En su lugar, transmitimos las leyendas. Retuiteamos», comenta la autora, que recuerda que «la verdad no siempre es la meta más importante cuando se trata de contar historias».
Nos lleva a favorecer la información que refuerza nuestros puntos de vista y rechazar la que los cuestiona. Es otro de esos fenómenos que experimentamos a diario en las redes, y también tiene que ver con la fe en patrañas como la astrología, pero nos afecta incluso en nuestra imagen de nosotros mismos: solemos considerarnos personas intachables pese a conocer todos nuestros actos, incluidos los que no son tan dignos. «He enviado mensajes de texto mientras conducía, he hablado mal a espaldas de otras personas y me obstiné en sostener argumentos que sabía que eran mentira», confiesa Montell. Los algoritmos, que nos envuelven en una burbuja de confort, se han convertido en nuestros mejores cómplices para reafirmarnos más allá de toda evidencia en contra.
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