Secciones
Servicios
Destacamos
El amor entre un padre y sus hijos puede complicarse hasta extremos indeseables. Y es más habitual de lo que parece. Relaciones tempestuosas que terminan un mal día dando inicio a una distancia que se mantiene en los años, sin que nada pueda revertir el destino de no verse más, no hablarse. José González, del gabinete Apertus, es psicólogo experto en procesos de duelo y autor de 'Crecer en la pérdida' (Ed. RBA, 2020):«Llevo toda mi vida trabajando con el fallecimiento y con los conflictos que no se resolvieron. Y si esos conflictos no se arreglan en vida, es difícil gestionarlos».
Hablamos del padre porque, dice González, «en esta sociedad patriarcal y machista, aunque esto esté cambiando, los roles siguen siendo distintos, con un padre que significa la autoridad y una madre que simboliza el cuidado. Las mujeres suelen tener más problemas al afrontar la crianza de los nietos, ahí pueden surgir conflictos con los hijos y sus parejas, pero tienen más inteligencia emocional y llegan a acuerdos. Mientras el padre suele ser orgulloso y hay menos comunicación, la madre tiene más conversación, todo se arregla mejor. Los conflictos con el padre, especialmente con los hijos varones, se enquistan más».
¿Qué puede ser tan fuerte para que un padre y un hijo o hija dejen de tener contacto? Las causas habituales de ruptura –dejando de lado delitos– tienen que ver con «el trato de este hacia la pareja o descendencia de su hijo, con motivos económicos y con que el padre no demostró orgullo por el hijo, algo que este necesita sentir, y si eso no se produce hay falta de autoestima». A juicio del experto, este distanciamiento genera rabia, tristeza, frustración, ira, envidia de la relación que la pareja pueda tener con su padre, culpa...
González dice que las muertes de mayores en la pandemia han llevado a muchas personas a la consulta del psicólogo, al haberse sentido impulsadas a arreglar estos conflictos por el miedo a la pérdida. «Nuestra sociedad es tanatofóbica, huye de la muerte, no quiere pensar en ella y así, aunque tu padre tenga una edad en la que se encuentra cerca de su fallecimiento, no lo ves. Pero la muerte llega en cualquier momento, no has podido despedirte, y ya no tiene solución. En la consulta tengo que tratar muchos sentimientos de culpa por esto». Aborda también el deseo de matarlo:«¿Cómo no vas a desear la muerte de tu padre para que deje en paz a tu madre? Es supernatural, estás legitimando el enfado y eres consciente de que es una barbaridad producto de la ira».
Destaca que es común que el hijo afirme que no le importa si su padre no le habla, «pero nuestra especie está diseñada para que nos importe lo que nuestro padre piensa de nosotros. Hay un cordón umbilical por el que nos llegan los nutrientes y los tóxicos, rosas y espinas. Pero nos une». Por ello, recomienda hacer esa llamada siempre que sea posible, «aunque antes hay que tomar distancia ante el conflicto para sanar heridas». Se refiere a ese padre agresivo o invasivo con el hijo adolescente que ahora tiene alzhéimer... «Con terapia puedes tomar distancia del padre que tenías y ayudar al anciano, separarnos de aquel que nos hacía daño y ocuparnos de él porque nos necesita. Si no lo haces, tras su muerte eso genera mucha culpa, es irreparable y difícil de cicatrizar».
Manuel Nevado, psicólogo especializado en mayores, discapacidad y procesos de duelo y trauma, señala que también hay personas que se hablan con el padre solo por obligación, lo que puede suponer más sufrimiento que no hablarse. Pues si lo pasas tan mal teniendo que comer con él, ¿por qué lo haces? Debemos llegar a un término medio entre lo que moralmente te sientes obligado a hacer, aquello que te molesta pero puedes tolerar, y las cosas que no puedes soportar y debes limitar». Afirma que a las mujeres les cuesta más hacer esta separación por la educación en la «obligación» que han recibido.
«Intentar el acercamiento así, sin más, no es bueno, hay que encontrar la capacidad de perdonar a esa persona y a ti mismo sin generar rencor ni odio. Puedes estar instalado en ese 'si él no me llama, yo no le llamo'. Bien, pero, ¿necesitas llamarle? Si la respuesta es no, vale, pero, de todos modos, si te estás planteando que él no te llama, es porque lo tienes presente». Recuerda Nevado, además, que también sucede a la inversa, cuando el padre, después de muchos años de solo pasar la pensión, «se hace mayor y quiere recuperar el contacto para poder decir 'hijo me he equivocado'».
Incide este experto en que toda conducta que se mantiene en el tiempo, aun cuando los resultados están siendo desagradables, es porque tiene algo que lo refuerza: «¿Por qué mantener algo que te produce malestar en el tiempo, por qué debo ver a un padre que me cae fatal? Porque mi madre está con él y si no voy no veré a mi madre. Pues podemos variar nuestras conductas y buscar soluciones para verla en otro entorno». ¿Y si no le he llamado y muere? «Lo mejor entonces es manejar despedidas simbólicas, con los recuerdos agradables, aunque sean pocos».
DOS TESTIMONIOS
El padre de Diego tenía 17 años cuando él nació, hace cuatro décadas, en una aldea de Extremadura. «No se llevaron bien nunca –dice de sus progenitores–, él siempre estaba enfadado, siempre la liaba en las fiestas. Desde pequeño tengo grabados momentos crueles hacia mi madre, a la que maltrataba psicológica y físicamente, empujones y cosas así. Se cabreaba si veía una mota de polvo, y eso que mi madre se dedicaba a limpiar, si no tenía la camisa planchada, si el filete no tenía guarnición... ¡Guarnición! Ni que fuera un señorito. Tiraba comida, rompía platos, pero mi madre lo limpiaba aunque fuera de madrugada y mis hermanos y yo no veíamos nada por la mañana. Me han dado muchas veces ganas de cogerlo por el cuello y reventarlo».
Creció pensando que era un hijo no deseado, su padre se dedicaba solo a llevar el dinero a casa. «Él bebía mucho. Nunca me dio un beso ni un abrazo, solo cuando te ibas te acercabas y te daba un beso frío, y yo tampoco quería besarle ya. Nunca me llevé bien con él, le rehuía. Era muy distante conmigo y me sentía desamparado, no me recuerdo yendo de su mano». Diego cree que su padre estaba frustrado por no haberse ido a vivir a Francia, donde se crió por ser de familia de emigrantes:«Lo digo por justificar su comportamiento, siempre tratas de hacerlo, de buscar un porqué». Ahora, tiene una hija pequeña que sabe que hay por ahí un abuelo al que no ve, «el abuelo enfadado, le llamamos. Y si quiere conocerlo no tengo problema, aunque deberá esperar a ser más mayor para ir sola».
Llevan sin hablar más de diez años, desde el divorcio de sus padres. Esperó a que él le llamara, pero no sucedió. «Un día me dije 'vale, voy a verle', y me planté en casa de mi abuelo. Me le encuentro en el patio, muy frío, diciéndome que él nunca había hecho nada mal, y eso me acabó de hundir. Me harté de llorar allí delante, no pude evitarlo, y él no hizo nada. Salí de casa muy enfadado, tengo grabado a fuego ese momento».
Recuerda cuando su padre le dijo que le cortara el pelo. «Me pidió una cuchilla de afeitar para otro, eso me dijo, pero yo pensé que quizá era para suicidarse. Y se la di. No lo hizo». «Le he deseado la muerte mil veces –confiesa–, aunque también le haya protegido, pero llega un punto en que te dices que tu padre es un capullo y no pasa nada porque la gente lo sepa». La última vez que le vio fue en una boda, hace unos años. Allí acudió Diego con su mujer y su hija de tres meses, pero el abuelo ni se acercó a ver a la niña. «Dice que fue porque mi mujer le volvió la cara, pero no es verdad».
¿Y si le pasa algo? «He perdido el sentimiento de padre e hijo. No creo que le llame ya. Y si muere y no he hablado con él, no tendré remordimiento ni culpa, aunque sé que una cosa es lo que pienso ahora y otra, cuando eso ocurra. Las cosas cambian de perspectiva; el tener una hija me hizo cambiar y cogerle más rabia incluso, porque entonces supe lo que supone ser padre».
Casi dos décadas sin hablarse. En casa, muchos problemas familiares graves, con unos padres siempre en disputa y mucho alcohol de por medio. Enfrentamientos en la adolescencia y la juventud y quejas por el trato a su madre y a los hijos acabaron por distanciarla definitivamente. Susana tuvo a su primer hijo y ni siquiera le avisó, aunque más tarde, cuando el niño tuvo unos 5 años, utilizó a su propio hermano para que le preguntara si quería conocerle. «Me ablandé y pensé que ya estaba bien, que el niño tenía derecho a ver a su abuelo, y por otra parte, él también me daba pena. Al final, no puedes quitarte de la cabeza que es tu padre y te da lástima todo lo ocurrido en el pasado. Y verle viejo y solo. Llegas incluso a culparte». Pero lo peor que podía pasar sucedió. «Me dijo que no quería conocerle. Y la rabia volvió a apoderarse de mí. ¿Cómo podía ser tan cabrón, tan desalmado para no querer ver a su nieto? No lo entendía y sirvió para reforzar mi posición».
Los años pasaron y Susana tuvo a su segunda hija, que tenía solo unos meses cuando a su padre le atropelló un coche, hace cuatro años. «Al principio parecía que no revestía gravedad, mi hermano nos avisó y ni siquiera fuimos. Pero pasó una semana y de repente sentí la necesidad, pensé que era momento de aprovechar e ir a visitarle al hospital y que conociera a mis hijos, y sería sí o sí, porque de allí no iba a poder escapar. Y no creía que lo hiciera, al ver sus caritas. Así que me decidí». El accidente había ocurrido en la ciudad en la que él vivía, a hora y media en coche. «Y cuando quedaban 30 minutos para llegar al hospital, me llama mi hermano y me dice que lo habían metido a operar de urgencia y que la cosa pintaba mal. Cuando llegué le seguían operando, pero al terminar las esperanzas eran nulas. Entré a la habitación y le vi tumbado, conectado a un respirador. Miré sus pies descalzos y pensé que eran los pies de un muerto. Me dije que cómo podía pasarme eso a mí, justo ahora que me había decidido. Había llegado tarde por muy poco. Recuerdo acercarme a él y tocarle el pelo, tenía mucho a pesar de la edad, blanco, muy suave. Bonito, pensé. Luego le abrí un párpado para ver el color de sus ojos, recordar cómo eran y comprobar que eran del color azul verdoso de los de mi hija».
«Entonces aproveché para decirle lo mal que había hecho las cosas toda su vida, lo fatal que se había portado. Le llamé imbécil, porque yo en el fondo le quería, y así se lo dije, que nunca le había dejado de querer, se lo dije ahí, sabiendo que ya no me escuchaba. En aquel momento le tenía la mano cogida, y al notar un mínimo apretón de su mano en la mía, quise imaginar que era porque me estaba oyendo, aunque la cabeza me dijera que era un acto reflejo. Le abracé varias veces. Y creo que esa forma de despedirme me salvó en parte del sentimiento de vacío y algo de culpa que llevo por haber esperado tanto, por llegar tarde, por esos 30 minutos que por desgracia me faltaron».
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Sara I. Belled, Clara Privé y Lourdes Pérez
Clara Alba, Cristina Cándido y Leticia Aróstegui
Javier Martínez y Leticia Aróstegui
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para registrados
¿Ya eres registrado?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.