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Vista del puerto de Denia antes de zarpar hacia Ibiza.
Barco a Ibiza

Barco a Ibiza

Un país en mascarilla ·

De cómo embarcar en Denia siendo una señora y llegar a la isla convertida en una cereza de Pachá

Martes, 4 de agosto 2020, 00:07

Nunca me he levantado a las 4 de la mañana. Acostarme sí, que una ha sido cocinera antes que fraile y crápula antes que señora bien, pero un madrugón a la altura de los grandes de la radio matinal no me lo he pegado jamás. ... Si antes admiraba a Luis del Olmo, que se pasó cincuenta años levantándose a estas horas indecentes, ahora lo venero. Buenos días, España.

Con un estómago al que sólo le cabe un café y unos ojos que aún no saben que tienen que abrirse, pongo rumbo a Denia dispuesta acoger un ferry hacia Ibiza. Los del vulgo queremos hacer cosas de ricos, pero como no tenemos ni barco ni avión propios, tenemos que conformarnos con lo que hay. Lo curioso es que, hace años, me invitaron a ir a Ibiza en avión privado. No acepté. No sé si me pesó más la conciencia de clase o que no tenía que ponerme. Conociéndome, opto por lo segundo.

Al entrar en el puerto, te recibe una discoteca en forma de barco. Nadie a estribor, nadie a babor, cuatro personas en la popa. Un barco fantasma. Contemplándola, me fumo el primer cigarrillo. «El alivio que me produce la primera bocanada es inmediato, de una virulencia sorprendente. La nicotina es una droga perfecta, una droga simple y dura, que no proporciona ninguna alegría y se define totalmente por la carencia y por el cese de esa carencia». Pego la última calada mientras suscribo las palabras de Houellebecq al principio de 'Serotonina'. A mi lado, hay un grupo de chavales fumadores que también estarían de acuerdo con el francés. Y con Chimo Bayo: gafas de sol sin sol, camisetas sin mangas, cabezas sin cerebro. Parece que acaban de llegar de fiesta de la discoteca fantasma. ¿Que no hay huevos de irse a Ibiza? Sujétame el cubata.

Esperando para subir al ferry, empieza a amanecer. Es la primera vez que veo amanecer en muchos años; al menos, sobria. Con la luz empezamos a reconocernos (muchas familias españolas, algunas guiris, chavalería variada y una japonesa) y a situarnos en nuestras posiciones de salida; unos dentro de los coches, otros en una cola larguísima. Las colas larguísimas serán la tónica general del viaje. Y la tardanza: al mantener la distancia de seguridad, ya no puedes presionar al de delante. Y el de delante, sin prisas, le pregunta al recepcionista a qué velocidad viaja el barco, cómo se hace un as de guía y a qué hora es la actuación de Charo Baeza. Como si estuviera navegando en el Princesa del Pacífico. Pero no, los del vulgo nunca haremos un crucero por el Caribe. O sí, que entre nosotros también hay clases: los de los camarotes, los de butaca mullida y los que permanecen tirados en los asientos de cafetería jugando a las cartas o mirando el móvil.

Madre e hija comparten peinado y talla de camiseta, con perjuicio evidente para la primera

Servidora ha reservado un camarote. No sé si me ha pesado más sentirme segura en mi aislamiento o que, al llegar a Ibiza, he quedado con Coral, una amiga monísima, jovencísima y listísima, y no voy a encontrarme con ella pareciendo exactamente lo que soy, una señora de cincuenta años con media hora de sueño en el cuerpo. Conociéndome, vuelvo a optar por lo segundo. Y empiezo a pensar que, en mi caso, siempre prevalece la estética sobre la ética.

Tengo hambre. Tenemos hambre: una cola de cartilla de racionamiento. Todos guardamos nuestro turno separados discretamente, oliendo a gel hidroalcohólico, sufriendo el aire acondicionado y siguiendo las indicaciones de los marineros y de los letreros en el suelo. Todos menos un tipo que, vestido con una combinación de estampados tan estrafalaria que haría llorar a Naty Abascal, atraviesa la cola y se acerca a un padre de familia. «5 euros costa una llauna de cervesa, tu! Si ho arribo a saber, me n'emporto una nevera plena! Què lladres!».

Después de soltar este exabrupto tan alterado como si anunciara la llegada del Apocalipsis, el tipo se larga. El padre de familia, que lleva una silleta con mellizos a juego con una cara de no haber cerrado un ojo en año y medio, me mira para que yo le confirme que sí, que las cabezas no están buenas. De hecho, a algunos sólo les sirven para llevar el pelo: una madre y una hija comparten el mismo peinado de trencitas a lo Bo Derek y la misma talla de camiseta, con evidente perjuicio para la primera. El tema de las tallas es un problema generalizado entre el pasaje del ferry, que abunda la carne de gimnasio con camiseta reventona y la carne mechada con vestido de punto. Entre tanto despropósito estilístico, sobresale una chica en rayas marineras, que un barco es un barco aunque sea un ferry, que hay que ir ad hoc, y que la muchacha se cree Nieves Álvarez haciéndose un reportaje para ¡HOLA! en el yate de Valentino rumbo a Cerdeña. Mejor eso que la Bo Derek de mercadillo.

Fresca y descansada

Yo también voy a cambiarme de ropa y a maquillarme, que quiero bajarme del barco igual que Preysler baja de los aviones: relajada, descansada, fresca, preparada para un cóctel de bienvenida o para charlar animadamente con el embajador de Filipinas. No lo consigo, pero lo intento. Si Wilder se preguntaba «¿Cómo lo haría Lubitsch?», yo me pregunto cómo lo haría Preysler. Sigo sin respuesta. El marinero golpea la puerta del camarote. «Les anunciamos que en veinte minutos desembarcaremos en Ibiza». Termino de peinarme. Volvemos a hacer cola para bajar a tierra. Al salir, los fumadores y admiradores de Chimo Bayo ya tienen la música a tope en el coche: la isla reclama a los suyos; los suyos sienten la llamada de lo salvaje y contestan en su mismo lenguaje. David Guetta comienza a parecerme un melódico.

Al bajar del ferry, no me sorprende tanto que no nos tomen la temperatura como que no nos midan la grasa corporal: cuando estuve en Formentera, la gente era tan insultantemente guapa que llegué a convencerme de que te medían y te pesaban al llegar a la isla y, si no cumplías los requisitos para desfilar en la Semana de la Moda deMilán, te deportaban a tu lugar de origen; una devolución en caliente por cuerpo irregular tirando a mal. Que a mí me dejaran entrar y quedarme una semana es un misterio para el que aún no tengo respuesta. Como para lo de Preysler.

Pero Ibiza es otra cosa. Es la tierra de la libertad y del color; lo fue en un momento gris oscuro casi negro, negrísimo («la playa libre y remota de una dictadura mesetaria y de secarral», escribió Umbral) y lo sigue siendo ahora. Ibiza es una isla orgullosa de sí misma, de su alegría, de su belleza, de sus pinares y de su capacidad de acumular extravagancias. Si de niña La Manga se me antojaba tan lejana como Plutón, Ibiza me parece Venus, el planeta más cercano a la Tierra, porque a esta isla nada de lo humano le es ajeno, porque aquí puedes ser quien eres o, mejor aún, quien quieres ser. Y yo quiero ser una cereza de Pachá. Buenos días, Ibiza.

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