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Claustro del Convento de San Francisco R.C
Motín a bordo de La Temblorosa

Motín a bordo de La Temblorosa

Con la casa a cuestas ·

O de la rebelión del patriarcado en Extremadura

Jueves, 19 de agosto 2021, 00:01

Desde Portugal regresamos a España por Extremadura. Nos despedimos de la costa atlántica refunfuñando, sobre todo el heredero: le gusta tanto estar cerca del mar que parece que he parido un cangrejo en lugar de un hijo. Lo que aún no sé en ese momento es que sus lamentos van a ser el menor de mis problemas.

A la hora de comer llegamos a Fregenal de la Sierra, uno de los pueblos blancos de Extremadura. Buscamos la zona de autocaravanas para aparcar y pasar la noche. Y la encontramos. Y nos quedamos muertos. Tan muertos como que hay un tanatorio. Acabáramos. El resto del panorama es igual de alegre: una estación de autobuses cerrada, cuatro camiones abandonados y ni un compañero caravanero a la vista. Desolador.

El patriarcado se rebela. Que ellos no duermen allí ni de broma. Que les da mal rollo. Que ni periodismo ni leches. Que piense en todas las películas en las que unos asesinos atacan a una familia inocente que decide pasar la noche en medio de ninguna parte. Y la deslealtad máxima: que nos vayamos al parador de Zafra. «Si solo está a media hora de aquí», me dicen los sublevados. Están dispuestos a ponerle los cuernos a La Temblorosa. Y tan frescos. Sin remordimiento alguno.

Lo que me ha costado aplacar el motín, más que el de la Bounty. Intento convencerlos diciéndoles que no hace tanto calor porque sopla una brisa muy agradable, que Fregenal es un pueblo precioso, que tiene un castillo templario del siglo XV que alberga una plaza de toros y un mercado de abastos, que está salpicado de hermosas casas solariegas, y de iglesias y conventos que invitan a reconciliarse con Dios. Pero ellos insisten en que nos vayamos, que no tienen la culpa de que yo quiera realizarme como reportera dicharachera a la tierna edad de cincuenta y un años, que están hartos de que los arrastre en un largo caminar por el desierto bajo el sol. Entonces, a la desesperada, juego mi última carta: les comunico que Fregenal forma parte de la Ruta del Jamón Ibérico Dehesa de Extremadura. Inmediatamente, deciden abortar el alzamiento. A estos dos se les gana antes por el estómago que por la cultura.

Después de calmar el motín y el hambre con un platazo de jamón, unos huevos fritos y secreto a la brasa, damos una vuelta. Las calles están vacías, las persianas de las casas permanecen echadas. En el Paseo de la Constitución nos sentamos a tomar un café. «¿No hay nadie por aquí?», le pregunto al camarero. Nos mira como si acabáramos de llegar del planeta Raticulín: «Señora, con este calor la gente se queda en su casa echándose la siesta. Después se van a la piscina y ya salen por la noche. A estas horas solo salen los turistas». La palabra 'turistas' ha sonado a 'gilipollas'.

Inasequibles al desaliento, paseamos por Fregenal tras el café. Y bien merece la pena sudar un rato: como le he echado un ojo a internet, sé que su historia es riquísima, tanto como su conjunto histórico artístico, declarado Bien de Interés Cultural. Entramos en el convento de San Francisco, que alberga un museo de arte contemporáneo. Recorremos las dos plantas, contemplamos el contenido y el continente, los restos de los frescos que aún decoran techos y paredes, el claustro. Estamos solos, hay paz y silencio, tanta que parecemos frailes franciscanos: ganas me entran de ponerme a rezar las vísperas. De vuelta a la calle nos descoyuntamos el cuello mirando las fachadas de las casas palaciegas, coronadas con los escudos de armas familiares: el palacio de la Marquesa de Ferrera, el de los Marqueses de Riocabado, el de los Conde de Torrepilares. Nos maravilla el patio neomudéjar que hay en la entrada de la casa de la Familia Peche. Lo recorremos como intrusos, sin hacer apenas ruido.

El camarero llevaba razón: Fregenal revive al caer el sol. Las señoras, emperladas y enlacadas, van a misa de nueve; las chavalas uniformadas a base de pantalones cortos y melenas largas pasean en pandilla al volver de las piscinas; las familias se sientan a cenar en las terrazas de la plaza; las conversaciones y las cervezas bullen en las mesas. Pero, mientras entrábamos y salíamos de conventos e iglesias y curioseábamos los zaguanes de las casas que llevan de la frescura de las sombras a la luz del patio interior, no nos hemos dado cuenta de que ha bajado la temperatura, tanto que las cazadoras ligeras que llevamos no son abrigo suficiente. Ateridos, remoloneamos en la plaza del pueblo: con la perspectiva que nos espera, no queremos irnos a dormir. Al final nos vencen el frío y el cansancio y regresamos a La Temblorosa. Ni un alma, ni un gato siquiera. El heredero, que está cinéfilo y puñetero, me pregunta si no he visto 'Las colinas tienen ojos'. Empiezo a arrepentirme seriamente de no haberme aliado con el patriarcado y haber aceptado la oferta del parador de Zafra.

Nos acostamos. Apagamos las luces. Sopla el viento, las ramas del árbol junto al que hemos aparcado golpean el techo de la autocaravana. Mi santo aparenta oír la radio, yo aparento leer, pero los dos estamos con los ojos y las orejas abiertas, atentos al menor ruido. Y así, despiertos y alerta, nos dieron las diez y las once, las doce y la una, y las dos y las tres, y el amanecer nos encontró mirando por las ventanillas de La Temblorosa. Jo, qué noche.

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