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El archipiélago escocés de St Kilda, el más remoto de las Hébridas Exteriores, estuvo habitado durante más de cuatro mil años, pero esa presencia continuada de seres humanos concluyó el 29 de agosto de 1930. Ninguna autoridad forzó a los isleños a marcharse, ni tampoco los puso en fuga ninguna catástrofe natural: ellos mismos tomaron la decisión colectiva de dejar atrás sus laderas bellísimas, sus costas escarpadas y su vida de pastoreo, convencidos de que allí ya no había futuro. Cuentan los historiadores que la Primera Guerra Mundial había incrementado el contacto con forasteros, por la importancia estratégica de las islas, y que después la sensación de aislamiento se volvió insoportable. En 1920 había 73 habitantes, pero la emigración y la gripe dejaron la población en 36 personas, que en 1930 claudicaron todas a una. Un barco se llevó a los isleños, que cumplieron con la tradición de dejar en las casas una Biblia abierta y un montoncito de avena, y otros dos buques trasladaron las 1.200 ovejas. En 2016 falleció la última nativa de St Kilda, Rachel Johnson, que tenía 8 años en el momento de la evacuación.
El caso de las islas Blasket, en la costa occidental de Irlanda, es bastante similar al de St Kilda: aquí también estamos ante una comunidad aislada que entró en un declive imparable. El pico histórico del censo fue de 175 personas, pero a mediados de los años 50 del siglo pasado ya había descendido hasta 22. El Gobierno tomó la resolución de evacuar definitivamente el archipiélago, ya que la rigurosa meteorología solía volverlo inaccesible para los servicios de emergencia. El 17 de noviembre de 1953, los residentes esperaron puntualmente en la costa, con su mobiliario y sus enseres, pero el clima les jugó una última mala pasada, ya que el embravecido oleaje les obligó a abandonar allí casi todas sus posesiones. Seis décadas después, el superviviente de más edad de aquellos evacuados, Micheal O Cearna, visitó la isla y evocó la vida perdida en una entrevista con 'IrishCentral': «Era el lugar más hermoso de la Tierra, pero lo mejor que tenía era la gente. No teníamos juzgado, ni médico, ni enfermera, ni cura, pero tampoco los necesitábamos, porque teníamos la mejor comunidad que te puedas imaginar».
No todos los adioses son permanentes. A Heimaey, una isla del archipiélago islandés de Vestmannaeyjar, la llaman a veces 'la Pompeya del norte', porque una erupción del volcán Eldfell obligó a sus 5.300 habitantes a marcharse de un día para otro, durante la noche del 23 de enero de 1973. La evacuación, a bordo de pesqueros, se consideró un éxito: solo se registró una baja y se consiguió el objetivo de salvar el puerto, mangueando la lengua de lava con agua de mar. Los residentes volvieron a una isla que no era la misma: los materiales expulsados por el volcán la habían hecho crecer de los 11,2 kilómetros cuadrados originales a 13,4. ¡Más sitio para las personas y para los ocho millones de frailecillos que se establecen allí cada verano!
El caso más famoso de viaje de ida y vuelta es el de Tristán de Acuña, la isla habitada más remota del mundo, situada a 2.429 kilómetros de los vecinos más cercanos (Santa Elena, donde estuvo desterrado Napoleón). En 1961, el volcán que forma Tristán de Acuña entró en erupción y, cuando las cosas se pusieron feas, los 264 residentes se trasladaron a la vecina y deshabitada isla Nightingale. Allí los recogió el 10 de octubre un buque holandés que los trasladó a Ciudad del Cabo, desde donde un barco correo los llevó después a Inglaterra, porque su isla del fin del mundo es territorio británico. El Gobierno del Reino Unido daba por hecho que Tristán de Acuña había quedado despoblada para siempre, pero no contaba con la nostalgia de los isleños, que se obstinaron en regresar. Pudieron hacerlo en 1963, con un par de cambios: algunos ancianos habían muerto en Inglaterra «con el corazón roto», pero hubo muchachas que se llevaron para Tristán de Acuña un marido inglés.
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