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La exhibicionista. Megayates y coches imposibles compiten por salir en los selfis de los visitantes que recorren Puerto Banús.
Marbella, el jolgorio terminó

Marbella, el jolgorio terminó

Un país en mascarilla ·

De parques de aspiraciones, de fachadas blancas y de fiestas que acaban a tiempo

Sábado, 15 de agosto 2020, 00:01

Aprendí a decir Hohenlohe a los tres años. Y no porque tuviera una nanny centroeuropea, sino porque me llevaban las revistas a casa con el periódico y me las desayunaba mojándolas en el Cola Cao. Ahora, acabo de pasar por su avenida. Por la de ... Alfonso de Hohenlohe, digo, no por la del Cola Cao. Y por la de Don Jaime de Mora. Y por la de Julio Iglesias. Y por la plaza de Antonio Banderas. Me embarga la emoción: el callejero de Marbella hacia Puerto Banús es una fantasía, sobre todo para una cría que sabía quiénes eran los Choris, que estaba dispuesta a empeñar sus pendientes de la Primera Comunión para irse de farra con Gunilla y Luis Ortiz y que hubiera sido capaz de fugarse de casa y plantarse en la iglesia de la Encarnación en tal de que Lola Flores la hubiera echado de la boda de su hija. Marbella era mi Eurodisney.

En cambio, Lolita dice que cada vez que viene a Marbella entra llorando y sale llorando porque ya no queda nadie de aquella época feliz. «Queda Yeyo», dice Kiko Matamoros. Sí, queda Yeyo Llagostera, guardián de las esencias marbellíes y memoria viva de una Marbella en la que las fiestas no terminaban nunca, como la que organizó en casa de Manolo González y que duró casi una semana. Era la Marbella de las noches perpetuas, donde todo se bebía, se fumaba y se fundía sin límites ni remordimientos.

Lo mismo nos dicen en un bar de Puerto Banús, uno de esos bares de lujo abrumador y un poco macarra en los que da apuro entrar, que una es más de barra de madera y servilletas de papel: el jefe de camareros, que se dirige a sus empleados hablando inglés con un acento andaluz tan chisposo que es para hacerse un politono, nos comenta que «desde hace diez años esto ya no es lo que era, y este verano no hay ni ingleses ni ná de ná, que solo vienen árabes». Pues, para no ser lo que era, nos ha soplado doce euros por dos cafés solos y un agua. Habrá sido por el plus de la conversación camareril, que se cotiza al alza en estas tierras.

Entre el infarto y la apoplejía

Yendo hacia Puerto Banús hemos pasado por lugares mitiquísimos, y servidora ha ido oscilando entre el microinfarto y la apoplejía. He visto el Hotel Guadalpín, el Marbella Club, la discoteca de Olivia Valère y la clínica Buchinger, lugar en el que voy a ingresar, Dios y chequera mediante, para combatir los estragos que este periplo nacional ha causado en mi cintura, que antes era de avispa y ahora es de escarabajo pelotero. Pero, lo mejor, ha sido entrar en Puerto Banús.

Puerto Banús es un parque de atracciones. O de aspiraciones, más bien. Las suyas, las nuestras, las de los pobres mortales que se pasean entre yates de tamaños indecentes, coches imposibles y tiendas donde no puedes entrar ni con una orden judicial. «¡Que se vea bien el nombre del barco, brother!», le dice un muchacho a otro mientras se pone la gorra hacia atrás y se recoloca el cadenón sobre el pecho para salir en la foto en todo su esplendor. Algunos visitantes de Puerto Banús parecen extras de un videoclip de reguetón. Las chavalas de labios engordados y culos que se salen por debajo del pantalón se hacen selfis apoyadas en un Bentley, en un Lamborghini, en un Rolls-Royce, mientras que las venidas a más pegan sus narices a los escaparates de las tiendas de marca.

Arriba. Es la cara a pie de tierra de esta Marbella dual, la cotidiana, coqueta, la que resulta cómoda y en la que todo el mundo se conoce. Debajo. Debajo. Desenfreno. La ruta de las tiendas de lujo no está hecha para cualquiera. Dados los precios, en algunas no se puede entrar ni con orden judicial./ Que no falte sol. Panorámica de la playa, este agosto pandémico menos concurrida que otros veranos.
Imagen principal - Arriba. Es la cara a pie de tierra de esta Marbella dual, la cotidiana, coqueta, la que resulta cómoda y en la que todo el mundo se conoce. Debajo. Debajo. Desenfreno. La ruta de las tiendas de lujo no está hecha para cualquiera. Dados los precios, en algunas no se puede entrar ni con orden judicial./ Que no falte sol. Panorámica de la playa, este agosto pandémico menos concurrida que otros veranos.
Imagen secundaria 1 - Arriba. Es la cara a pie de tierra de esta Marbella dual, la cotidiana, coqueta, la que resulta cómoda y en la que todo el mundo se conoce. Debajo. Debajo. Desenfreno. La ruta de las tiendas de lujo no está hecha para cualquiera. Dados los precios, en algunas no se puede entrar ni con orden judicial./ Que no falte sol. Panorámica de la playa, este agosto pandémico menos concurrida que otros veranos.
Imagen secundaria 2 - Arriba. Es la cara a pie de tierra de esta Marbella dual, la cotidiana, coqueta, la que resulta cómoda y en la que todo el mundo se conoce. Debajo. Debajo. Desenfreno. La ruta de las tiendas de lujo no está hecha para cualquiera. Dados los precios, en algunas no se puede entrar ni con orden judicial./ Que no falte sol. Panorámica de la playa, este agosto pandémico menos concurrida que otros veranos.

Refugiado bajo una sombra, un vendedor de lotería jalea al respetable. «¡Llevo la suerte, a ver quién la quiere comprar!». Pues yo misma, servidora, que la suerte es lo único que me va a permitir agenciarme una cosita de Maison Margiela que acabo de ver y que me ha hecho tilín. Echando la espalda hacia atrás, aparentando seguridad en mí misma y puesta de punta en blanco, he entrado a preguntar el precio. La dependienta, reina de la moda y emperatriz de lo chic, me ha mirado como si yo fuera una «sans culotte» dispuesta a asaltar el Palacio de las Tullerías. No me he atrevido ni a abrir la boca: me he ido con mi seguridad entre las piernas. Ya lo pillaré por internet en las súper rebajas, que ahí nadie me lanza una mirada laxante. Y, encima, puedo comprarme lo que quiera sin quitarme el pijama.

El papel secundario

Pero, además de la Marbella del papel cuché, la de la charcutería fina y la ostentación casi pornográfica, también existe otra Marbella. Una Marbella discreta en la que hay guarderías, parques, ferias del libro, cafés que se pueden pagar sin rehipotecar la casa, señoras que van a hacer la compra con carrito y academias donde preparan oposiciones a notarías. Hay hasta gente que no tiene nombres extranjeros ni apellidos impronunciables; hay gente que se llama Fran.

- Hola, Fran, qué pasa

- Fran, cómo va eso, tío

Fran está sentado en un bar cercano al Parque de la Alameda comiéndose unos calamares fritos. Todo el mundo saluda a Fran porque, en la Marbella cotidiana, pequeña, coqueta, todo el mundo se conoce. Es la Marbella que no cohíbe, sino que resulta cómoda, agradable, gustosa, la que te permite pasear por callejuelas de fachadas blancas y macetas azules, la de las plazas con naranjos, la que te recuerda que estás en Andalucía y no en un capítulo de 'Miami Vice', la que te ofrece playas para ir a pegarte un baño y volver casa a comer, que para eso te has dejado hecho un salmorejo de primero y unos filetes empanados de segundo. Esa Marbella tranquila, la que no sale en las revistas y desayuna churros en lugar de champán, es la que he podido descubrir gracias a este periplo.

«Desde hace diez años esto ya no es lo que era, y este verano no hay ni ingleses ni ná de ná, que solo vienen árabes»

Por eso, no había otro lugar mejor para acabar esta gira. Porque este cuento de Rosa Palo en el país de las mascarillas finaliza ya. La fiesta terminó. Y justo a tiempo: los estómagos han empezado a explotar por culpa de las comidas a salto de mata, no nos queda ni una camiseta limpia que echarnos al cuerpo y yo estoy tan coja a causa del piramidal que, en homenaje a Jaime de Mora, he empezado a usar bastón. Pero, a pesar de mis quejas (múltiples, variadas, en distintos idiomas, en público y en privado), he disfrutado muchísimo. Y he aprendido tanto en este peregrinaje que creo que estoy preparada para que me envíen de corresponsala a Afganistán, que hasta sé cómo lavarme el pelo en medio de una situación bélica. No, lo retiro, me he venido muy arriba: ya veo al heteropatriarcado opresor profesional mandándome para allá con una navaja suiza y un Alcatel, que les das la mano y se toman el brazo. Pero a una corresponsalía en Roma no le diría yo que no, jefe, que tengo visto un ático en la Plaza de Santa María en Trastévere que me tiene loca. Lo hablamos a mi vuelta.

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