Paseo de los Ingleses, villas y torreones en Caldes d'Estrac (Barcelona).

Caldes d'Estrac, el discreto encanto de la burguesía

Un país en mascarilla ·

De rieras, pinos y estornudos, en la 'Niza catalana'. Y un poco de Pla, que es mucho

Jueves, 6 de agosto 2020, 00:04

Partimos temprano, con un trozo de croissant de la noche anterior en el cuerpo. El desayuno es la comida más importante del día, pero no hoy; hay que partir pronto, quedan muchos kilómetros hasta Caldes d'Estrac y ya pararemos en algún sitio a tomar ... algo. En el coche me suenan las tripas al ritmo del reggae francés de Radio 3. No me gusta el reggae, pero acabo conociendo las diferencias entre el que se hace en los alrededores de París y el que se practica en el Magreb. «Eres lo que escuchas», dice la promo de la cadena. Según eso, llegaré al pueblo convertida en una señora con rastas. Y fumando porros.

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Para evitar un cambio de peinado poco favorecedor y una posible adicción, sintonizamos otra emisora. Salta el boletín de noticias: nuevos brotes, aumento del número de contagios, repuntes, casos activos. Ir por la carretera oyendo la descripción del panorama produce un nudo en el estómago; parece que hemos abandonado la ciudad huyendo de algo que puede que nos esté esperando en el próximo destino. Los coches, ajenos a la situación, llevan pinta de alegres veraneantes, con bicis sujetas a la parte de atrás y tablas de surf en la baca.

Hace un calor terrible, inclemente. El aire acondicionado me destroza la nariz. Ya no soy un ficus, soy una orquídea que se estropea en cuanto cambia la temperatura. Cuando llegamos a Caldes d'Estrac, a casa de mis cuñados, yo me bajo estornudando del coche. Otra vez a cambiarme de mascarilla.

Caldes d'Estrac, o Caldetes, municipio de la comarca del Maresme, es un lugar coqueto. Conocida como 'la Niza catalana', fue el sitio elegido durante muchos años por la burguesía barcelonesa para veranear. De ahí que Caldetes está repleto de preciosas casas modernistas, jardines con torres, pinos y algarrobos, todo cuesta abajo, volcándose sobre el mar de forma lenta y graciosa, distinguida. Caldetes era lujo y esplendor, brillo y oropel: el hotel Colón, hoy cerrado tras una remodelación fallida, fue un casino al que iban los industriales textiles catalanes a jugarse las pestañas, las cejas y el globo ocular, hasta el punto de que tuvieron que habilitar un pequeño aeropuerto en el que aterrizaban las avionetas de los jugadores. Pero la dictadura de Primo de Rivera prohibió el juego, y los magnates de las telas, los hilos y los tintes tuvieron que empezar a echarse la partida en otro lugar, más discreto, y el Colón volvió a ser, de nuevo, solo un hotel.

Me cuentan esta historia dando una vuelta, subiendo, bajando, fotografiando chalets que soñamos habitar algún día. Volvemos a coger el coche para visitar los pueblos costeros, que confunden sus límites unos con otros: «Mira, aquí acaba Caldetes y empieza Arenys, y esta calle ya pertenece a Sant Vicenç de Montalt». Sigo las indicaciones de mi sobrina mirando por la ventanilla de la izquierda y, a la derecha, veo los trenes que discurren en paralelo a la costa.

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– «Ya sabrás que la primera línea de tren de la península fue de Barcelona a Mataró», me dice mi cuñada señalándome las vías.

– «Pero no fue la primera línea de tren española», contesto yo, repipi y retadora.

– «No, la primera fue en Cuba. Por eso te he dicho 'de la península'», responde.

A tomar las aguas

Punto y set para ella. Me hundo en el asiento de atrás. A escondidas, busco información en Google para que no me vuelva a pillar. Veo que, desde Mataró, el recorrido del tren se prolongó hasta Arenys de Mar porque el respetable quería ir a tomar las aguas a Caldes d'Estrac, ya que allí había un balneario, el único de titularidad pública de toda Cataluña, desde 1818. «Gracias al ferrocarril, Caldetes ha sido la primera población de veraneo de Cataluña. Durante todo el período de la Restauración, la política del país (en verano) se hace en Caldetes». Encuentro este texto de Josep Pla en 'Viatge a la Catalunya Vella', y me lo traduce mi otra sobrina. Ahora, los barceloneses también van a tomar las aguas, pero las del mar: de viernes a domingo, huyen de la ciudad para ir a las playas del Maresme.

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Nos lo cuenta el dueño de un chiringuito que nos sirve unas pequeñas y riquísimas alcachofas rebozadas. «A este no hace falta tirarle de la lengua, que ya habla él solo», me advierte mi cuñada. Y lleva razón: ante un simple qué tal, el hombre nos responde con pelos y señales. Qué lista es es la condenada. Punto, set y partido.

– «La gente viene a pasar el día con sus neveras, y no consume nada. A mí es la primera vez en la vida que se me acercan a la barra y me preguntan '¿qué vale un café solo? ¿Y un cortado?'. Y eso que aquí no lo estamos notando tanto porque hay mucho turismo de segunda residencia, pero en Lloret, en Calella y en Malgrat, que viven del turismo extranjero, están fatal. Y, encima, todavía no nos hemos recuperado del 'Gloria'».

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El dueño del chiringuito me señala algunos troncos que aún están varados en la arena, arrastrados hasta allí por la fuerza del agua. También hay troncos muertos en las playas de Arenys de Mar. Hemos llegado dando un paseo por la riera, eje central en torno al cual gira la vida de los pueblos del Maresme. Sigue escribiendo Pla: «La riera baja, generalmente, en forma abrupta y rápida del minúsculo valle del interior. Sobre sus márgenes se levantan unos edificios que suelen ser, en cada pueblo, los más burgueses. Estos edificios forman la Rambla. La Rambla es el centro de estas poblaciones. Todo el mundo –o casi– debe pasar por la Rambla cada día. Al atardecer, las señoritas y los jóvenes de la localidad se pasean muy bien puestos».

Lazos amarillos desvaídos

Nosotros paseamos por la riera al mediodía, no tan bien puestos, más bien descompuestos a causa de un sol del que parece que no hay forma de huir. Buscando la sombra, nos refugiamos en la terraza de un hotel. Aprovecho para hablar con la recepcionista. «Este año solo hay público de la zona los fines de semana. Y no han venido visitantes del norte de Europa, que son los que nos mantienen a nosotros», me cuenta. Mientras, yo empiezo a pensar que las recepcionistas son mis nuevas mejores amigas, tanto que estoy a punto de crear un grupo de 'whatsapp' para felicitarnos los cumpleaños y mandarnos memes idiotas que ya hemos visto en Twitter, que es para lo que se han quedado los grupos de 'whatsapp'.

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Con la cerveza reparo en que la riera está atravesada por cables de los que cuelgan lazos amarillos desvaídos. Esperaba más folclore independentista en esta zona. «Y lo hay –me dicen–, pero ahora parece que han bajado un poco el nivel». Definitivamente, es un verano raro. Otro estornudo. ¿Será posible que me vaya a pasar todo el viaje constipada? Ya me decía mi abuela que los resfriados de verano son los peores. No gano para mascarillas.

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