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CARLOS BENITO
Domingo, 14 de junio 2020
A Jumbo lo presentaban como el elefante más grande del mundo, pero quien lo decía era su propietario, el empresario de circo P.T. Barnum, que nunca dejó que la realidad interfiriera en su publicidad. De lo que no hay duda es de que fue ... uno de los elefantes más famosos de todos los tiempos. A Jumbo lo cazaron en Sudán cuando era una cría y acabó en el zoológico de Londres, donde se convirtió en el animal favorito de la reina Victoria. Pero ahí entró en juego Barnum, con una oferta de compra tan tentadora que el zoo no se pudo resistir, aunque la transacción provocó tal escándalo popular que tuvieron que aprobarla los tribunales. El empresario se gastó 30.000 dólares en comprar a Jumbo y llevarlo a EE UU, pero solo tardó diez días en recuperar ese dineral. El elefante murió en 1885, arrollado por un tren en Canadá (en aquel tiempo, los circos americanos se trasladaban en ferrocarril), pero eso no acabó con el negocio de Barnum, que exhibió por separado el esqueleto y el cuerpo disecado. Los restos de Jumbo permiten comprobar que medía 3,23 metros y no los cuatro que proclamaban los carteles, pero su nombre ha quedado como sinónimo de algo enorme, sea un avión, una salchicha o un rollo de papel de cocina.
La vida de los viejos elefantes de circo no parece muy envidiable, pero es que, además, algunos de ellos acabaron sacrificados por empresarios con un desatinado sentido de la justicia. Hay dos casos emblemáticos. En 1916, la elefanta Mary mató al entrenador que la montaba durante un desfile en Tennessee. Al parecer, el operario novato fue a pincharla justo donde tenía una infección dental. La multitud clamó venganza y varias ciudades amenazaron con no admitir al circo en su territorio, así que Mary acabó ahorcada de una grúa para coches, ante la mirada morbosa de miles de espectadores. También es desoladora la historia de Mandarin, que en 1902 provocó la muerte de uno de sus cuidadores en Londres. La 'troupe' de James A. Bailey (otro mito del circo, que acabaría asociándose con Barnum) emprendía justo entonces la travesía del Atlántico, en un barco con todos sus animales, y al llegar a Nueva York el jefe mandó arrojar a Mandarin al mar, dentro de una jaula lastrada con metal.
En la música clásica existen pocas obras tan singulares como la 'Circus Polka' de Igor Stravinsky, no tanto por la pieza en sí como por sus circunstancias. El gran circo que resultó de sumar las empresas de los hermanos Ringling y nuestros viejos conocidos Barnum y Bailey decidió contratar al egregio compositor y a George Balanchine (figura clave del ballet del siglo XX) para que creasen una coreografía para sus elefantes. El espectáculo se presentó en 1942 en el Madison Square Garden, con cincuenta paquidermos ataviados con tutús rosas (encabezados por la estrella Modoc) y otras tantas bailarinas. Stravinsky no asistió al estreno, ni tampoco a ninguna de las otras 42 representaciones del ballet. Eso sí, al parecer cobró una cantidad insólita por una música que se ventiló en unos pocos días.
Los seres humanos siempre han mostrado un marcado empeño de empujar a los animales a hacer lo mismo que ellos, a veces con resultados indeseables. En su historia del circo 'El gran salto', Raúl Eguizábal relata una anécdota del célebre elefante Pizarro, que «descorchaba botellas con la misma facilidad con la que se bebía su contenido». En los Campos Elíseos de Madrid, Pizarro rompió sus cadenas y supo encontrar sin dificultad el camino hasta la bodega, donde se bebió todo el vino que tenía a su alcance. «La hazaña –cuenta Eguizábal– debió darle apetito, pues, ni corto ni perezoso, se dirigió a una tahona y se comió toda la hornada».
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