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León
Sábado, 26 de agosto 2017, 17:35
Comenzar una aventura empresarial en la España del 36, con la Guerra Civil estallando en julio, no parece un buen mimbre con el que lanzarse a crear riqueza. Pero si alguien tenía claro en Gordoncillo que lo que tocaba era ser emprendedor, ese era su médico.
Don Germán sabía que iba a ser el protagonista de una historia, como poco, particular. El señor García Luengos se decididó a montar una fábrica de harina en su pueblo, una localidad eminentemente triguera que en su día contaba con cerca de 1.500 habitantes, lejos del medio millar bajo que suma en la actualidad.
Como se decía, no eran años sencillos. Gracias precisamente a contar con el oro hecho cereal, Gordoncillo y los municipios de su alrededor pudieron afrontar el conflicto bélico con menos estrecheces que otros territorios no muy lejanos, encarando una posguerra que recrudeció lo que parecía superado.
El panorama en el siglo XX, diciendo adiós a los molinos y recibiendo con los brazos abiertos a la electricidad, es otra cosa. Los molinos de cilindros con ingenio suizo y un potente motor en el subsuelo contribuyen a que se moliera entre 5.000 y 9.000 kilos de harina de alta calidad, lo que daba a entender sin muchas palabras el estatus social correspondiente.
Así, la fábrica de harinas 'Marina Luz' de Gordoncillo (compartiendo nombre con la hija del fundador), contaba con doce trabajadores distribuidos en tres turnos de ocho horas, siendo dirigidos por un jefe molinero y dos segundos molineros.
La historia de plenitud y harina bajó el telón de forma temprana. En 1965, la misma crisis galopante del sector que se llevó por delante a un millar de fábricas echó el cierre a la de Gordoncillo y el sueño se fue a negro.
Hubo que esperar entonces hasta que otro impulso emprendedor, ya en 2005, llevara al Ayuntamiento a comprar las instalaciones, culminando la recuperación de la fábrica y procediendo a su apertura en 2014.
Ahora, el Museo de la Industria Harinera de Castilla y León es una pata más de la localidad. Un museo «muy jovencito» como señala Javier Revilla, su coordinador, que recuerda entre telares la misión con la que nació, hace ahora tres años: «el objetivo es mostrar y conservar una antigua fábrica de harinas, explicando a través de ella a todas las generaciones cómo se transformaba un producto básico como es el trigo, en harina».
El característico motor eléctrico que acabó con el ir y venir al río se conserva en el sótano, donde muestra como con un solo eje era capaz de mover toda la maquinaria con la ayuda inestimable de los correones de cuero.
Sea como fuere, el visitante hace su entrada en el museo por la panera. Allí reina el adobe que permite unas temperaturas adecuadas en función del exterior. Este es el paso obligado antes de acceder al patio, donde muchos recordarán con cariño las máquinas de aventar y las deschinadoras. En el caso del museo, no son pocos los particulares e instituciones que donan ingenios con el compromiso de que se mantengan y cuiden.
No es difícil hacerse a la idea de lo que vio Don Germán en la culminación de su sueño. Un sueño que ahora además tiene auditorio y que es pieza clave en el día a día de los vecinos, que han hecho suyo un espacio que si bien nació en tiempo de guerra, reconcilia con un hacer que es necesario recordar.
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Abel Verano, Lidia Carvajal y Lidia Carvajal
Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
José A. González y Álex Sánchez
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