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A escasos 15 kilómetros del corazón literario de Madrid, se encuentra un trozo del tercer mundo en el que cerca de dos mil niños temblaron de frío el mes pasado con el temporal Filomena, mientras otros se tiraban bolas de nieve en la Gran Vía. ... La subida de la factura de la luz indignaba a unos mientras los otros sufrían cortes en el suministro eléctrico desde octubre. Una dimensión paralela en la cercanía de los souvenirs de la Puerta del Sol. La Cañada Real está en tierra de nadie y recorrerla es una sucesión de contrastes. De los chalés sobre la M-45 al desastre estético del sector VI, el más mediático por las macrooperaciones contra el tráfico de cocaína y heroína, y en el que las condiciones de marginación y pobreza se hacen irrebatibles. Allí 800 familias sobreviven en condiciones infrahumanas mientras las administraciones llevan tiempo desentendiéndose de este agujero, pese a los pactos firmados. Pagan justos por pecadores y niños por adultos. En esta antigua vía pecuaria para el ganado trashumante, hay quienes luchan por la normalización y contra el estigma que supone vivir de forma ilegal junto a uno de los principales puntos de venta de droga de España.
«Un sistema como el nuestro no puede consentir situaciones como las vividas aquí. Un estado que tiene firmado la carta de derechos de los niños, la carta europea de derechos sociales, y variados tratados en materia de defensa de derechos humanos, pero no se interpela ante la situación de 4.000 personas, 1.800 de ellas menores», explica la directora del Secretariado Gitano, Rocío García. La falta de luz y electricidad se combate ahora en los juzgados por si fuera constitutiva de delito por incumplir el Pacto por la Cañada Real firmado en 2017 que debe velar por dignificar las condiciones de vida de dicha población.
«Uno percibe en el sector VI una situación de exclusión clara pero no todo el territorio es así», explica Agustín Rodríguez Teso, sacerdote que lleva 13 años al frente de la parroquia de un poblado que pese a lo que se pueda pensar, no está apartado de la mano de Dios. Explica cómo, poco a poco, fue descubriendo las distintas realidades de la Cañada, a los fundadores, los del boom de la inmigración y a los más pobres que se han ido conformando como un verdadero pueblo, con sus cosas buenas y las malas, sus espacios vecinales de actividades deportivas y culturales, sus pequeños mercados, sus bares, sus improvisados comedores, su centro sociocomunitario levantado por la propia comunidad, sus dos mezquitas y su parroquia, que hace las veces tanto de banco de alimentos como de clínica dental.
Hay un entramado de entidades sociales, culturales, vecinales, sanitarias e institucionales que proporcionan recursos, valoran las necesidades de cada familia y luchan para aportar herramientas a la esperanza con la formación de los jóvenes, niños y adultos. «La zona de venta de droga es apenas de un kilómetro. No es lo único que existe y es importante saberlo para no estigmatizarles», recalca. «Todo no está tan deteriorado como los últimos sectores. Se trata de un lugar peculiar no solo por sus 16 kilómetros de extensión sino por las personas que viven allí: unas 7.500 repartidas en 2.500 familias, una mezcla de 15 nacionalidades. Esta indecencia se empezó a construir en los años 60 y se ha ido poniendo soluciones, pero aún hay muchas cicatrices por cerrar y un espacio en el que hay que tomar muchas decisiones para tener futuro. Es muy complejo como para resolverlo con una excavadora», recalca.
«El pacto no puede resolverlo todo. La propia legalidad nos impide que se resuelvan las cosas. Todo es ilegal y las autoconstrucciones no se han llegado a regularizar nunca. No cuentan con cédula de habitabilidad», apostilla Rodríguez Teso. Las administraciones toleraron esa ocupación durante décadas, y a muchos de ellos se les ha cobrado el Impuesto sobre Bienes Inmuebles (IBI) hasta el año 2011. Los terrenos que circundan este territorio fueron adquiridos por consorcios urbanísticos donde participan las principales empresas constructoras del país. Así pues, un problema que requería una salida social se convierte en otro al que se le aplican ahora criterios urbanísticos.
«La gente se asusta cuando le dices que vives aquí. Somos personas. Mi hija, que trabaja en Alcalá de Henares, ha puesto en el currículo que vive en Vallecas porque sino no la llamarían», explica Luz Divina, que vive ahí desde 1994 y cuyo nombre evoca una de las grandes necesidades de este territorio. La mujer quiere pagar el suministro eléctrico pero no puede. Muchos de los vecinos se conectan a través de enganches que siempre han dado problemas, pero nunca como el de ahora. A lo largo de los años han sido muchas las iniciativas vecinales para regularizar la luz, pero todas acabaron en saco roto. La propia Unión Fenosa en 1992 reconocía que ni la Comunidad ni el Ayuntamiento le autorizaban a proporcionar contratos con estos vecinos. «En vez de vivir, estamos sobreviviendo. No quieren arreglar el problema», destaca esta vecina que coordina el reparto de bombonas de butano entregadas por la Fundación Madrina y que enseña el extenso patio que construyó su marido hace más de dos décadas y en cuyo interior alberga dos viviendas. Desea abandonarlo en cuanto se reanude el realojo de su sector hacia viviendas sociales -se han entregado 98 de los 150 inmuebles proyectados-. «Si me dan una vivienda, me voy de aquí hoy mismo. La vida de aquí no la conoce nadie».
Buena parte de los que llegaron en las últimas tres décadas (españoles, tanto payos como gitanos, pero la mayoría extranjeros, marroquíes, rumanos, búlgaros y otra decena de nacionalidades) lo hicieron pagando por los terrenos mediante el método de la cesión. Algunos, conocedores de la ilegalidad y otros engañados. «A mi padre le comentaron que aquí se vendían terrenos y se podía construir. Le dieron una factura como si de una tienda se tratara», cuenta Houda Akrikez, que llegó al asentamiento en 1996 junto a sus padres y sus siete hermanos cuando era una niña. «Antes vivíamos de alquiler en Banco de España pero no podían con tantos gastos».
Akrikez ha comprado un generador para que sus hijas, de 10 y 12 años, puedan conectarse a las clases virtuales. «Los estudios que llevas intentando conseguir todos estos años se van en unos cuantos meses». La joven, cofundadora de Tabadol, una asociación cultural integrada por mujeres magrebíes, relata la dificultad de las pequeñas a la hora de estudiar en casa pero presume de que nunca faltan a clase y que pueden asistir gracias a una de la 20 rutas escolares que pasan por el sector VI y que ha sido posible con el trabajo de la asociación El Fanal. «Pedimos una vivienda digna, asfaltado y alumbrado de las calles, servicio de recogida de basuras o correos; necesidades básicas que recoge el Pacto Regional», explica Houda mientras varias mujeres trabajan recogiendo multitud de prendas en el interior de la asociación a oscuras.
Los problemas endémicos que arrastra el poblado depende del sector en el que uno se encuentre. «La dificultad principal es tener futuro. Los sectores del uno a cuatro, y parte del cinco, tienen un obstáculo de carácter urbanístico, por la no regularización del asentamiento, por lo que habrá que ver lo que se puede urbanizar y lo que no, para que el tema se solvente cuanto antes. Por otro lado, el sector seis es un lugar de exclusión y vulnerabilidad, muy condicionado por el aislamiento y la estigmatización, que tanto daño hace a la gente. Los recursos y servicios de la ciudad están bastante lejos. También está el asunto de la impunidad en relación a la venta de drogas: el que trafica se siente fuerte, y eso provoca que los que están a su alrededor se vean más vulnerables porque nadie los protege», resume el eclesiástico.
En la Cañada hay todo tipo de negocios -desde chatarrerías a granjas, talleres o cuadras- que son ilegales o, al menos, irregulares porque están en terrenos ocupados. «Las últimas generaciones de marroquíes son gente con estudios universitarios y muy bien preparados», describe Houda, que cuenta que una de sus niñas quiere ser veterinaria y la otra profesora. «La mayoría trabaja en los sectores como la construcción, los servicios a empresas (limpieza, cuidado de mayores, comercio) y también un sector que son autónomos (venta ambulante, pequeños comercios como tiendas, peluquerías, etc) en el mercado ordinario, y una parte que se dedica a la recogida de chatarra o feriantes», cuenta la representante de FSG.
Los vecinos de la calle Francisco Álvarez lidian con la droga día tras día. Se sienten desprotegidos. Las operaciones contra el tráfico de drogas se suceden alrededor de la zona más peligrosa de la Cañada Real Galiana, junto a la explanada que rodea la parroquia Santo Domingo de la Calzada. Olvido, miseria y veneno alrededor del drama social. La última semana de 2020, la Policía desarticuló a la banda que aspiraba a gobernar el negocio de la droga en la zona y desmanteló media docena de puntos de venta y almacenamiento, donde se despachaban hasta 200 dosis diarias. Armas de fuego, cocaína, heroína y miles de plantaciones de marihuana. El problema del cultivo de esta hierba, que genera una sobrecarga en la red del 500% según Naturgy, lleva cuatro meses generando cortes de luz en la zona. El procedimiento de los efectivos policiales es el habitual. Entran, registran y derriban. Pero a los pocos días la droga aparece otra vez. Las esperanzas de muchos habitantes siguen puestas en estas macrooperaciones policiales en la zona. El trabajo por parte de los investigadores es incesante. Pero siempre hay quien reemplaza al anterior clan. Las autoridades reconocen que no hay solución a corto plazo.
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