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El drama de la inmigración volvió a mostrarse en toda su crudeza frente a las costas españolas. Una endeble patera abarrotada con 49 hombres, mujeres y niños encalló hoy en la oscuridad de la madrugada contra unos arrecifes cercanos al puerto de Órzola, un pueblo ... pesquero en la punta norte de Lanzarote. Tras más de un centenar de millas de infernal singladura desde la costa africana, a solo 600 metros de su tierra prometida, dos mujeres, una de ellas embarazada, y un hombre, todos subsaharianos, murieron ahogados. Otros cinco ocupantes, entre ellos una niña, están desaparecidos, y 12 de los 41 rescatados, incluidos dos bebés y dos pequeñas, fueron hospitalizados. Un naufragio de pesadilla idéntico al vivido el pasado noviembre en los mismos regueros marinos de lava, situados frente a La Graciosa.
España, y más en concreto las Canarias, se han convertido en el principal escenario europeo de la tragedia de la inmigración, relevando a otros puntos negros como las costas italianas y griegas. Las islas no son solo el principal destino de quienes huyen de la miseria, la persecución o la guerra en África y Oriente Próximo. También son la ruta más peligrosa en su camino hacia la UE, lo que es tanto como decir la más letal del mundo, recoge el informe anual de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR).
Un mínimo de 850 inmigrantes perdieron la vida el año pasado tratando de llegar a las Canarias. Son el 60% de todos los refugiados, 1.417, que murieron antes de alcanzar las costas europeas. Las fuertes corrientes y las enormes distancias recorridas –hay pateras que atraviesan varios centenares de kilómetros, desde el sur del Sáhara Occidental, Mauritania y Senegal– convierten la singladura de estos botes en durísima y muy peligrosa. Prueba de ello es que la proporción de ahogados sobre el total de inmigrantes que arriba a las islas es cuatro veces mayor que en el resto de rutas marítimas hacia Europa, según los datos de la misma organización, facilitados 48 horas antes del Día Mundial del Refugiado. Estos datos oficiales, pese a su dureza, son, sin embargo, optimistas para otras ONG españolas que trabajan sobre el terreno, que colocan la cifra de ahogados en 2020 solo en la ruta canaria muy próxima a los 2.000.
El efecto conjunto de las restricciones a la movilidad derivadas de la pandemia y el aumento de los controles fronterizos ejecutado por la UE en ambas orillas del Mediterráneo han frenado la avalancha de refugiados que en los últimos años inundaron las islas griegas e italianas, no solo desde el corazón de África sino también desde Siria, Afganistán o Pakistán. El virus ha bloqueado a muchos refugiados en su país o en otros de tránsito y los acuerdos de colaboración con países magrebíes y el refuerzo de la policía de fronteras redujeron un 23% las llegadas desde Libia, Túnez o Argelia. Lo mismo ocurrió con las verjas españolas de Ceuta y Melilla que, hasta que el mes pasado Marruecos las usó para una invasión política encubierta, habían tenido entre un 65% y un 75% de entradas menos que en años previos.
El tapón en Magreb provocó, no obstante, como efecto inmediato, el traslado de las rutas de inmigración clandestina a zonas menos blindadas, como las costas saharauis o mauritanas. El resultado es que España registró en 2020 un aumento de casi el 54% en las llegadas de inmigrantes sin permisos a sus playas, puertos y costas, con unos 40.000 refugiados, el 42% de los que arribaron por mar a la UE.
El foco de la presión está en las Islas Canarias, que recibieron más de la mitad de los inmigrantes que entraron en España, unos 23.000, lo que supone, a su vez, uno de cada cuatro de los que atravesaron las fronteras marítimas europeas. El drástico giro a la ruta canaria provocó que, sobre todo desde agosto, las llegadas se multiplicaron de golpe por ocho, lo que desencadenó la crisis humanitaria de Arguineguín, el puerto al sur de Gran Canaria desbordado por cientos de cayucos y pateras, con miles de refugiados por las calles o hacinados en campos improvisados que recordaban una zona de guerra.
CEAR denuncia que estas crisis tienen mucho que ver con una política de asilo española que no facilita las solicitudes por vías legales y seguras, como los trámites en consulados o el reagrupamiento familiar, y que obliga a los refugiados a jugarse la vida para ponerse a salvo en Europa.
Las autoridades hicieron en 2020 un gran esfuerzo para terminar con el tapón burocrático de las peticiones de asilo –resolvieron el doble que en 2019 y diez veces más que en 2018-, pero el grifo siguió igual de cerrado. Solo concedieron uno de cada veinte, seis veces menos que la media europea. La mayor muestra de generosidad fue dar permiso de residencia a 40.000 venezolanos.
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