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Escondidas por el velo de las trágicas cifras que deja la pandemia, tanto en pérdidas de vidas como de daños económicos, existen historias de superación. Gente que toca fondo, después de ser golpeados con más dureza que la mayoría, y que sin embargo vuelve a ... empezar. Personas que se imponen con coraje al dolor físico y emocional. «La resiliencia es hacer frente a las adversidades sin destruirnos», explica Mireia Cabero, psicóloga y docente de la Universidad Abierta de Cataluña (UOC). «Se suman dos fuerzas. La de la supervivencia innata que tienen las personas, que es un impulso natural, y la colectiva, que responde a una ética social que busca lo bueno para la comunidad. Ambas se retroalimentan».
En la forma de afrontar los traumas producidos, directa o indirectamente por la aparición del coronavirus, se encuentran asideros como el amor a los hijos, la templanza emocional, el apoyo institucional, la fe religiosa, los recursos colectivos o la terapia profesional.
Incluso en perfiles demográficos parecidos, los efectos de la pandemia han sido demoledores para una minoría, más que para sus vecinos, dependiendo de las secuelas de la covid en su salud, la palanca económica o la calificación para recibir las ayudas oficiales, el fallecimiento de seres queridos y el aislamiento social. También de su propia voluntad y la ayuda del entorno.
«Lo fundamental es que reconozcan que pueden pedir ayuda», sostiene Mar Echenique, responsable de Salud Mental de Cruz Roja, quien estima que la atención que presta la organización le resulta útil a más del 90% de sus beneficiarios. No obstante, los «casos terribles» pueden necesitar entre tres y seis meses de terapia para lograr la recuperación emocional. «Los afectados deben tener conciencia de que les ha tocado vivir algo muy doloroso, y que hay mecanismos profesionales para ayudarles».
Frente a la crisis, los resilientes logran romper incluso con inercias problemáticas anteriores. En esos casos, la pandemia ha servido de detonante. «Son más los que resignifican su vida que los que tiran la toalla», sostiene Cabero. «El aprendizaje individual, la ayuda social y económica y la salud son elementos que se juntan para que una persona reaccione».
Con la pandemia, se quedó sin sustento. Andrea trabajaba de «camarera de salón y barra», sin contrato. No se benefició de las medidas del Gobierno y no pudo seguir pagando la habitación en la que vivía. Un tiempo atrás había dejado a sus dos hijos menores de ocho y nueve años con una familia de acogida. «Yo no tenía nada», resume Andrea, de 48 años y madre de otros dos hijos mayores.
Desde diciembre mantenía una relación con un hombre «muy majo» que le ofreció casa en un chalet en las afueras de la ciudad donde vive. «Por la desesperación de no tener dónde dormir» lo visitó el cuarto día de confinamiento. «Me insultaba, quería quitarme el móvil y llegó a darme una patada», cuenta Andrea, que lo denunció y logró una orden de alejamiento. Él se disculpó y ella volvió a visitarle a mediados de marzo. «Me convenció». Durante tres días él le repitió que tenía miedo a perderla. Al cuarto, puso una cadena en la puerta.
«Me pegó con un hierro», recuerda Andrea, que aporta un nombre ficticio por razones seguridad. «Como veía que chillaba, me tapó la boca con calcetines, me tiró al suelo, me ató con alambre las manos y los pies. Con la música muy alta, desde el mediodía me dio con una cadena, un mazo de albañilería, las botas de hierro y una espada medieval. Estuvo con mi teléfono como si fuera yo, me amenazaba, me metió en un trastero. Me cogía de los pelos y me daba con la cabeza al suelo, y sólo me decía: con lo que te quería, te voy a tener que matar». Ella suplicaba. «Lo que me daba más pena era no poder ver más a mis hijos», asegura. El agresor envió un mensaje de texto de despedida a la mujer que cuidaba a sus dos «nenes», diciendo que ella se iba a suicidar.
Después le dijo lo que le haría: la llevaría hasta un foso del campo donde se arrojan escombros y la golpearía con un palo con clavos para que se desangrara. Cuando la subía al coche, ella logró escapar. «Corrí», dice. «Siempre pensé en mis hijos». Una vecina la auxilió. La Guardia Civil arrestó al agresor. Dentro del programa de víctimas de violencia de género de su comunidad autónoma, espera que empiece el juicio contra su torturador, cuida a una anciana a cambio de vivienda y ahorra para alquilar una habitación. «Tengo mucho miedo pero sigo por mis dos hijos pequeños», afirma.
La caída a los infiernos de David López-Espada, un reputado impresor de fotografía, no tuvo escalas. Sometido a diálisis desde hace seis años, la covid derivó en una neumonía bilateral y, el día que se declaró el confinamiento, ingresó en el Gregorio Marañón, de Madrid. Fue el primer paciente aislado en la zona de trasplantados. Llegó a requerir asistencia respiratoria y a probar medicamentos experimentales. «Empezó a morirse la gente y mi hijo no podía venir a visitarme», rememora. «Lo que vivía en el hospital lo veía por televisión. Yo me dije: tengo que vivir, no voy a caer en ésta».
Cuando le dieron el alta, su madre, alojada en una residencia de Leganés, había enfermado también. Ni él ni su hermano podían visitarla, y les dijeron que se prepararan para lo peor. «No sabíamos qué hacer, quisimos verla y fue imposible. La dejaron morir», acusa David, de 52 años. «En tres días la incineramos, solos mi hermano y yo».
El mes de abril comenzaba. «Cuando entré en el hospital no se había puesto en marcha ninguna medida económica», señala David, que intentó reabrir su estudio fotográfico, desatendido durante su convalecencia y después clausurado por las estrictas medidas sanitarias. «Cuando pudimos volver, no había trabajo. Tuve que cerrar mi negocio después de seis meses sin ingresos». Las ayudas a autónomos que recibió apenas alcanzaron para cubrir una quincena de alquiler del local.
«Decidí hacerme pequeño para poder resurgir», explica David, que regresó a su antigua sede comercial para compartir espacio cerca del madrileño parque del Retiro. «Busqué ahorrar costes. Tenemos que unirnos para salir adelante. Sobreviví al virus pero también tengo que ver la parte económica. Tienes que preocuparte por tu hijo, tu casa, tu comida. No he podido llorar a mi madre».
David se separó de su pareja en junio y se mudó a su barrio de la niñez fuera de Madrid, en Leganés. «He vuelto a mis orígenes para seguir luchando», sentencia. «He ido a un sitio donde siempre me he sentido seguro. Mis amigos me dijeron: te estábamos esperando. Estoy encantado. Antes quería salir, viajar, volar... y ahora estoy más unido a mi familia. Pienso que en enero, con la vacuna, la situación va a volver a cambiar».
Recibió la primera de las fatídicas llamadas a principios de marzo. Desde su Ecuador natal le avisaban que su hijo Pablo, de 42 años, había fallecido por el covid. «A mi hijo lo incineraron en plena calle», asegura Luz América, que en ese momento se derrumbó y lloró, aunque asegura que no le gusta mostrar ninguna debilidad. «Dios nos hace pruebas difíciles a las personas fuertes», dice esta mujer de 66 años y férrea fe cristiana, que emigró a España hace más de dos décadas.
Las desgracias en su vida se han ido acumulando y ella las cuenta «porque le sirve de terapia». A los ocho años sufrió una agresión sexual, unos meses después la «casaron a la fuerza con un hombre de 60», y vivió bajo el maltrato continuado de ese marido que «era muy cariñoso con el puño cerrado». Enviudó y emigró a España. Establecida en Alicante, sin pareja ni hipoteca este año había planeado viajar en septiembre para visitar a sus nietos.
El sueño se esfumó en verano cuando contrajo la covid. Aquejada de varias enfermedades crónicas, «con un marcapasos y un solo riñón», se tumbó en su casa, sola, y se automedicó una receta de su abuela a base de limón, «usada para las paperas».
Con el dolor de la pérdida por su hijo Pablo y la incertidumbre ante una crisis que agudiza su ya precaria situación de pobreza y soledad, esta mujer que participa en los talleres de Bienestar Personal de la Cruz Roja decidió volcarse en sus compañeros. «Me llaman Mamá Luz».
«Sigo adelante», dice Luz América. Para levantarse con entusiasmo cada mañana, confiesa un truco que levanta su autoestima. «Cuando estoy en el espejo, Luz está de un lado y América, del otro. Entonces una dice a la otra: qué guapa soy. Después se da media vuelta, y la otra responde: y qué culito tan mono tengo».
A principios de noviembre, recibió otras dos llamadas desoladoras desde Ecuador. «Un domingo, me avisaron que había fallecido mi nieto de diez años por el coronavirus y el jueves me dijeron que también había muerto el de tres años», dice y entona un lamento compuesto por ella, donde expresa su esperanza del reencuentro. Creyente, Luz alivia el luto con el activismo religioso. «Dios te da el respaldo para empezar de nuevo», se lee en uno de sus muchos mensajes de WhatsApp.
En los días del confinamiento más duro, Manuel, de 36 años y enganchado a la cocaína, se dirigió a la policía de Vitoria para avisar que empezaría una vida de vagabundo. «Me voy al cuartel a comentarles que me iban a ver por la calle, que no tenía dónde ir», recuerda. «Llamaron a una ambulancia. Me veían que estaba muy alterado, y me dijeron que así me podían ayudar. Me llevaron a un hospital, y me derivaron a una asistenta social que me dijo que en el calle no podía estar, que era una situación de riesgo».
Con un largo historial de adicciones a las drogas y diagnosticado de esquizofrenia y depresión, Manuel había comenzado a vivir con su hermana con la aparición del coronavirus. Ella, dos años mayor, ya le había provisto de techo en varias ocasiones. «Ahí empiezo a creerme lo del virus, a cuenta de la televisión. Yo salía lo justo porque estábamos confinados en casa. Nos dejaban salir a la compra y poco más. Yo seguía con el consumo de cocaína, que compraba a conocidos», sostiene.
Al mes y medio de confinamiento, ella perdió su empleo en el sector de la hostelería. «No pudo seguir haciéndose cargo de sus hijos y de mí al mismo tiempo», reconoce Manuel, que empezó a consumir «porrillos» a los 13 años en Barakaldo «por quitarme problemas, y luego de todo... éxtasis, que era lo que estaba de moda». Desde entonces ha tenido periodos «limpio» de hasta siete años y otros al raso.
Del hospital pasó a un albergue instalado en el frontón de la ciudad. Allí conoció el amor. Ella, como él, vivía en la calle. «Me dio un masaje y me gustó, y pues pasó lo que pasó», dice. Ambos se apuntaron a un programa de la Cruz Roja, donde les ayudaron a encontrar techo juntos, en parte gracias a la pensión de discapacidad de él. «Ha sido bastante bonito pero se ha acabado».
Ahora Manuel acude cada día a una terapia de desintoxicación y vive en un camping. La pandemia le ha dado una nueva oportunidad, reconoce. «Entre las 11:30 y la 1:30 hago manualidades, estoy entretenido, charlo con una psicóloga», relata. «Quisiera no tener que depender de una sustancia para ser feliz. No sé si tengo futuro pero espero estar recuperado y tener una vida estable. Yo creo que después de la pandemia vamos a ser más humanidad. En mi caso ha sido así».
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