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ALeXIA SALAS
Domingo, 12 de diciembre 2021, 00:22
Como una onda expansiva, la falta de oxígeno que padece el Mar Menor rebota en tierra y corta también la respiración de actividades económicas esenciales como el turismo costero, la inversión inmobiliaria y el futuro de industrias productivas como la pesca y la agricultura. La ... última crisis de anoxia no fue un episodio más de la degradación ambiental de la laguna, sino un golpe mucho mayor. A finales del pasado agosto, una ola negra con 15 toneladas de peces muertos llegó a la orilla sur y provocó un siniestro efecto en cadena: los hoteles del entorno se fueron vaciando de turistas, se sucedieron las cancelaciones de reservas de grupos para cursos de vela y kitesurf, y los pescadores le vieron más que las orejas al temido ogro de las redes vacías.
De hecho, la temporada del cotizado langostino del Mar Menor, que el gremio espera con ilusión para compensar las pérdidas de otras especies, pasó casi en blanco. Algunos pescadores fieles a calar sus charamitas -arte de pesca fijo para el langostino- en la orilla de La Manga, ni siquiera lo intentaron después de ver a sus compañeros llegar al muelle con menos de un kilo o, para mayor decepción, con media docena de crustáceos tras una madrugada de trabajo.
La explosión de doradas que suele producirse a mediados de noviembre -conocida por los pescadores como 'la racha'- también pasó de largo. «No se ve el fondo ni a dos metros», se lamenta Joaquín Martínez, del clan de pescadores 'Los Camarrojas', con tres generaciones en el Mar Menor. A estas alturas, el 20% de los 65 barcos dedicados a pesca en la albufera ya han pedido autorización para faenar en el Mediterráneo. «No van más porque la mayoría de las embarcaciones del Mar Menor son de menor eslora y no sirven para mar abierto», explica José Blaya, patrón mayor de la Cofradía de Pescadores de la laguna. Y no es para menos. Desde la anoxia de agosto hasta ahora, asegura que los armadores han visto reducirse sus ingresos un 80%.
Los pescadores, sobre todo los jóvenes, que sienten la presión de responder a hipotecas de las viviendas familiares y a las necesidades de hijos menores, reformulan sus planes. El joven armador Yonatan Esquiva pensaba pedir un crédito para comprar el barco que lleva arrendado, «pero ahora esperaré a ver qué pasa», afirma. Con el préstamo ya vigente, a Rubén Albaladejo le pesan las cuotas que paga por la compra del 'Caricano', el pesquero que comparte con su socio, a lo que debe sumar el pago de su casa y la manutención de su hija de 5 años. No deja de preocuparles la voracidad de especies invasoras, como el cangrejo azul, que se multiplica de año en año.
Desde el fenómeno de la 'sopa verde', cuando en 2016 los vertidos continuados de nitrógeno y fósforo -aceleradores de cultivos agrícolas- dispararon el crecimiento de fitoplancton y dejaron el mar como una cubeta verde oscuro, la situación también se empezó a ensombrecer en tierra. Una parte del turismo veraniego dio la espalda al Mar Menor, donde la tradición de las segundas residencias de playa ha salvado en los últimos años la ocupación media de las localidades costeras y su hostelería.
Pero aún se suman otros factores adversos a la salud del ecosistema, que en los últimos años ha servido de desagüe final de toneladas de barro y agua dulce por las riadas de los mayores episodios de DANA que los vecinos del lugar pueden recordar. Con los ríos de lodo desembocaron también metales pesados de la Sierra Minera, otro foco tóxico de la laguna aún sin resolver.
En septiembre de 2019, una calamidad de paisaje, con calles convertidas en canales de agua marrón, iba a contribuir a la tragedia de muchas familias, que perdieron hasta sus recuerdos más íntimos y, también, las esperanzas de futuro. Las ayudas públicas y el coraje de los habitantes han servido de impulso para una lenta recuperación, aunque cada verano la enfermedad de la laguna recuerda como un mantra los errores del pasado. Pueblos de tradición estival, como Los Urrutias o Los Nietos, en la costa de Cartagena, han sido especialmente vapuleados por las inundaciones y la anoxia del Mar Menor. El fango negro entierra las ilusiones y los precios de las viviendas. Los carteles de 'se vende' empapelan las fachadas y la depreciación de los inmuebles, muchos ya antiguos, ha atraído a los trabajadores inmigrantes del campo. «Solo nos falta colgar el cartel de 'se regala'», se lamentan en los bares de Los Nietos. Para el presidente de la Asociación de Promotores Inmobiliarios de la Región de Murcia, José Ramón Blázquez, «la poca obra nueva que hay es para clientes internacionales, y la de segunda mano está más afectada en la zona sur, pero en el resto no hay efecto contagio». Para revertir la situación reclama «más suelo para grandes desarrollos que mejoren el entorno y los servicios para atraer a los clientes». Se queja en cambio de «la parálisis que ha impuesto la moratoria urbanística en todo el anillo que bordea al Mar Menor». Los ayuntamientos costeros, después de décadas de ingresos por licencias de obra, ya no dan el visto bueno más que a los proyectos tramitados antes de la Ley de Protección del Mar Menor, que fija un paréntesis urbanístico de tres años salvo en los ensanches urbanos consolidados.
Tampoco es que los inversores hagan cola a la puerta de los consistorios costeros, sobre todo para construir hoteles, que es lo que reclaman desde el sector turístico. La última gran inversión privada en el Mar Menor fue en 2016, cuando la cadena Roc empleó 6 millones de euros en revitalizar el mayor hotel de la Región, el Doblemar, un gigante de 500 habitaciones en La Manga. La cercanía del invierno ha cerrado casi todos los hoteles de la localidad en estos días de diciembre. Es el tiempo en el que los residentes -muchos de ellos extranjeros- disfrutan de largas playas en paz para pasear, aunque bajo la calma se cronifican la tragedia ambiental y sus efectos.
«Los turistas nos piden vistas al Mediterráneo», afirma José María Cano, gerente de los apartamentos Valmanga. Con los telediarios abriendo sus ediciones con las imágenes de los peces muertos, todas las reservas de septiembre se esfumaron. Y eso que La Manga compensa su orilla turbia con 18 kilómetros de playas mediterráneas. La presidenta de los hoteleros de la costa (Hostetur), Soledad Díaz, cree que la factura real del Mar Menor «se verá cuando en marzo los clientes empiecen a pensar dónde van de vacaciones el próximo verano».
El empresariado recuerda el papel que juega el Mar Menor en el liderazgo económica del turismo, con un 11,6% en el PIB de la Región de Murcia, sobre el 4,3% de la industria agrícola. Levanta la bandera de los 35.000 empleos directos y 50.000 indirectos y la capacidad transversal del turismo en el dinamismo del litoral.
Entre las 18 escuelas náuticas del Mar Menor hay «preocupación máxima», señala el gerente de Estación Náutica Mar Menor, Dionisio García. «La campaña de los escolares para marzo y abril está en el aire porque hay colegios que cancelaron en septiembre, aunque ahora el mar está mejor». Tampoco ayuda que la comunidad autónoma no haya actualizado las concesiones de muchos de los diez puertos deportivos, que tienen pendientes obras de mejora ambiental y gestión de residuos.
A. SALAS De los campos de Víctor Fernández Henarejos (57 años, Los Alcázares) solo salen los cargamentos de brócoli una vez al año. Comenta con ironía que otros productores agrarios le llaman 'el tonto del campo' porque se niega a exprimir sus tierras con dos o tres cosechas anuales, lo habitual en el Campo de Cartagena. «Con una me basta para que mi familia viva sin apuros; es lo que hemos hecho toda la vida mi abuelo, mi padre y yo», explica.
Víctor deja sus tierras a partir de mayo para que anide la canastera, una especie de golondrina grande en color pardo y con un círculo negro bajo el pico, que vuelve de África en primavera. «Utilizo abono orgánico en las tierras de la zona 1 -marcada por la ley- y en la zona 2 solo lo que exige la normativa», explica.
Cuando escucha a otros agricultores quejarse sobre la 'criminalización' del campo por la degradación del Mar Menor, responde que «yo no me siento culpable. No estoy investigado. No tengo miedo». Deja claro que «no todos somos iguales». Ha sentido en su propio bolsillo el efecto en cadena de la crisis ambiental, ya que este año se le han quedado sin huéspedes los 6 apartamentos que tiene en una localidad turística del Mar Menor.
Más controles y auditorías
«No puede ser que el agua del campo vaya a un ecosistema débil como el Mar Menor», afirma Víctor. El agricultor da fe de que «hay 50.000 hectáreas más de cultivos que antes no existían, y eso es mucha agua dulce y mucho abono si haces tres cosechas al año». La filtración de nitratos agrícolas al acuífero emponzoña de forma imparable la laguna, que también recibe toneladas de sustancias químicas por las ramblas y escorrentías.
Las restricciones que impone la Ley del Mar Menor al campo -aunque insuficientes para una parte de la sociedad- está ya desplazando algunos cultivos a otras zonas de la Región de Murcia e incluso a otras provincias, según confirma el hasta hace una semana presidente de la Asociación de Productores y Exportadores Agrícolas de la Región (Proexport), Juan Marín. «Todo se está reordenando, pero a los agricultores les afecta mucho que se deprecie el valor de sus tierras, en algunos casos un 50%», asegura Marín.
Niega que compañías como Lidl o Aldi hayan dejado de comprar lechugas y brócoli del Campo de Cartagena. «Ni siquiera nos preguntan por el Mar Menor, solo nos piden garantías de que les serviremos los productos», afirma el presidente de los productores murcianos, que sí reconoce que «se han redoblado los controles y auditorías, y nos parece muy bien. Esto no es más que una guerra mediática y de las redes sociales», opina.
Sobre el proceso judicial que investiga los vertidos agrícolas a la albufera, con excargos públicos y 39 empresas procesadas en el caso 'Topillo', asegura que «hay más de 50.000 agricultores y solo hay problema con 39. Pues que se aparten».
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