El nirvana de la vida salvaje

Su sola mención evoca sagas vikingas y su lejanía reviste al archipiélago de un aura de inaccesibilidad. Svalbard es el lugar más septentrional de Noruega, permanentemente azotado por ventiscas y tempestades; hogar de desquiciantes noches de sol en verano y de mágicas auroras boreales en invierno. Una tierra dura y sin concesiones, una avanzadilla incrustada en ese entorno hostil y extremo que es el océano Ártico. No importa que el calentamiento global llegue hasta estas latitudes, que las temperaturas hayan subido 4º en cincuenta años y que entre las nieves perpetuas empiecen a asomar calvas. El mercurio aquí encoge de puro miedo.

En un planeta donde la biodiversidad está cada vez más amenazada, Svalbard es algo así como el nirvana de la vida salvaje; «una vuelta a los orígenes, al silencio y a la pureza». Así lo describe Mikel Arrazola, el autor de las imágenes que ilustran estas páginas. Ante su objetivo desfilan zorros árticos, renos, perdices nivales, morsas de afilados colmillos que viajan a lomos de un témpano. Incluso osos polares, más esquivos, pero que superan en número a la población: 3.000 ejemplares frente a 2.640 personas, obligadas a llevar un rifle cada vez que abandonan los asentamientos levantados al calor de la minería, del turismo, de la investigación científica.

Se puede morir en Svalbard, pero nadie es enterrado allí por miedo a que el permafrost conserve los virus que nos llevamos a la tumba y que estos desaten una epidemia. ¿Paranoia? No está de más ser precavido. Una bóveda subterránea almacena medio millón de muestras de semillas en previsión de que una catástrofe global obligue a empezar de cero.

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