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Conchi y Nico repasan todas las anécdotas de los agónicos minutos que vivieron cuando se enfrentaron a la riada. Irene Marsilla

La mujer que no murió cuatro veces

Conchi estuvo a punto de perder la vida en la riada, pero Nico se cruzó en su camino y arriesgó la suya para salvarla. «Si no es por él, yo no estaría aquí ahora»

Juan Cano

Valencia

Domingo, 10 de noviembre 2024, 00:06

Por la calle Victoria Costa Mayo de Catarroja baja un río desbocado de color marrón. Suena una sirena y en la superficie asoma una cabeza arrastrada por la corriente. Los vecinos creen que es una niña que se agarra como puede a un árbol. Gritos. Dos chicos sacan desde un balcón una escalera con una cuerda y varias sábanas anudadas, pero hay demasiada distancia y el viento no ayuda. «Ay, el coche, el coche, no…», exclama María José, que pide ayuda mientras graba la escena desde el bloque de enfrente. El vehículo baja sin control y pasa a un metro de ella. «Se va a ahogar, mamá, se va a ahogar», solloza su hijo. «Que se coja… es que la sábana... no puede», dice su madre con el móvil en la mano. A los 40 segundos, se suelta del árbol y la pierden de vista. «Pobreta…», termina María José.

En Catarroja muy pocos conocen aún el desenlace del vídeo, que se viralizó durante los primeros días hasta convertirse en una de las imágenes icónicas de la catástrofe. «¿Sabes quién es? ¿Está viva? Sería un milagro», pregunta María José en la misma calle, una semana después. El milagro se llama Concepción Serrano Asunción y, aunque es muy menuda, no es una niña. Conchi tiene 31 años, pesa 40 kilos y es una fuerza de la naturaleza: «Yo ya he estado a punto de morir otras tres veces, así que en realidad esta es la cuarta. ¡Pero me quedan otras tres vidas! Creo que no me voy a morir tan fácilmente...».

Estuvo muy cerca. Cuando la corriente la empujaba hacia el tapón donde se amontonaban los coches, una mano la agarró de la chaqueta y la arrastró hacia la vida. Era Nicolás Hidalgo Navarrete, un camionero de 51 años que tiene los brazos como los gemelos de un futbolista. Hace 15 años que no va al gimnasio, pero de joven fue culturista –llegó a competir– y ahora es senderista federado, de ahí los (muchos) conocimientos que desplegó en un rescate agónico que los ha unido para siempre.

Esta es la historia del reencuentro entre la mujer que no murió cuatro veces y el héroe que la salvó.

«Yo ya estaba en casa. Acababa de volver de trabajar y escuché gritos en la calle. Me asomé y vi los coches en contradirección. Ni siquiera llovía, pero había un palmito de agua, así que le dije a mi pareja que bajaba a ver qué ocurría». Conchi se acordó de su furgoneta nueva, que compró en febrero tras solicitar el pago único del paro para montar una pequeña empresa, Limpiezas Bonavista. «Está mal que yo lo diga, pero soy la 'Messi' de la limpieza», bromea la joven mientras deja como una patena un portal de su calle donde acaban de contratar sus servicios.

Al llegar a la esquina del campo de fútbol, vio a dos hombres y se acercó a ellos para preguntarles qué estaba pasando. Uno de ellos era Nico. «No lo conocía de nada, pese a que vivimos al lado. Es un pueblo gigante, de 28.000 habitantes. Fíjate la casualidad: de no haberlo visto nunca a encontrármelo dos veces el mismo día». Él le explicó que el barranco del Poyo se había desbordado y que no sabían qué iba a pasar. «Yo estaba en el 'parking' –continúa él– porque saqué el coche del garaje y fui a dejarlo en el mismo sitio donde lo tenían ellos, pero el nivel del agua subía por momentos y decidí llevarlo a Albal y volverme andando».

Nico y el otro chico se marcharon del 'parking' y ella se quedó sola, bloqueada: «Pensé: '¿dónde voy yo con la furgoneta?'. Decidí subirla al bordillo. Aguanté un rato dentro por si tenía que volver a moverla. Aún no me había dado cuenta de lo que estaba pasando. Entonces, veo que me entra el agua por las alfombrillas y comprendo que no hay solución ya. Me puse la documentación en el pecho para que no se mojara pensando que llegaría a casa caminando, pero no pude. La corriente me arrastró».

[Conchi vino al mundo con una vuelta del cordón al cuello. Estuvo a punto de asfixiarse en el parto. «Nací casi muerta. Si tardan un minuto más, no estaría aquí para contarlo»] Esa fue la primera vez que esquivó la muerte.

Nico caminó los 2,3 kilómetros que separan Catarroja y Albal, dos pueblos unidos por una avenida. A dos esquinas de su casa, que está enfrente del cementerio, el agua ya le alcanzaba la cintura, aunque aún no lo arrastraba. Cuando llegó a la calle Victoria Costa Mayo, a apenas 50 metros de su domicilio, se dio cuenta de que la corriente podía con él: «Me dejé llevar con la intención de acercarme a la pared y me deslicé hasta que vi un bajo con una reja y me agarré a ella».

Conchi venía del lado opuesto arrastrada por la riada. «Me sujeté a un árbol. Me di cuenta de que estaban grabando y que unos vecinos me lanzaban sábanas y una escalera, pero no las podía coger. Sólo podía gritar 'socorro, auxilio, que me muero'. Aguanté todo lo que pude, pero la corriente era muy fuerte, me solté y salí disparada calle abajo». Ella aún no lo sabía, pero iba en dirección a la reja donde estaba él.

Entre el sonido del agua y el ruido de los coches al estrellarse unos contra otros, Nico escuchó el grito de unos vecinos: «¡Una niña va para allá!». Él vio cómo se aproximaba hacia él y pensó: «Cuando esté más cerca, salto. Venía directamente hacia mí, pero no iba a pasar al lado. Hubo un momento en que la perdí, se hundió unos segundos, pero luego la vi asomar la cabeza. Había un árbol enfrente de mí. Me agarré a él, me alargué todo lo que pude y la cogí de la chaqueta que llevaba puesta. Después tiré de ella y me la llevé hacia la pared para intentar subirla a la reja, pero no pude. La corriente era demasiado fuerte y la pobre estaba cansadísima».

«Tranquila, que salimos»

Conchi rememora ese momento en que sintió la mano de Nico sacándola de aquel infierno: «Él estaba a salvo. Se lo podía haber pensado, pero no lo hizo. Se arriesgó y saltó para cogerme. Ya no volvió a soltarme. No lo hizo en ningún momento». Nico tiró de ella hacia un portal, se sujetó al buzón y empezó a pedir un martillo a los vecinos para romper el cristal y entrar. Ella no paraba de gritar y pedir socorro, y él intentaba calmarla: «Tranquila, que de esta salimos». Aunque realmente no pensaba eso.

Estaban a un par de metros del dique que formaban los coches, donde podían morir aplastados o succionados por la corriente que pasaba por debajo de los vehículos, «que era el verdadero peligro», explica él, que recuerda que cada vez venían más turismos y contenedores. «Si me soltaba, nos íbamos directos». Había que acceder al portal, pero tenía un doble acristalamiento. «Yo sabía que no íbamos a conseguir romperlo, pero alucinaba viendo cómo [Conchi] le daba patadas y codazos, con lo débil que estaba. Le dije que lo dejara, que se iba a hacer daño. La verdad es que ella luchó hasta el final». En ese momento, cuenta Conchi, no te acuerdas de nadie. «Sólo pensaba en que me iba a morir, que no íbamos a salir de allí. Sé que no voy a vivir, te dices a ti misma, pero tengo que luchar. Imagino que será instinto de supervivencia.

De pronto, el portal se abrió de par en par. No lo hizo por los golpes de Conchi, sino por la fuerza del agua. «Si no llega a ocurrir eso, no lo contamos, hubiésemos acabado enterrados por los coches», afirma Nico, que se corrige a sí mismo al instante. «Bueno, algo hubiéramos hecho, allí no nos íbamos a quedar. Como ya se había formado un tapón y estaban escalonados unos sobre otros, yo ya estaba buscando el modo de trepar, aunque realmente lo que me daba miedo era la corriente de debajo, que crea un remolino que te puede tragar. Pero lo íbamos a intentar».

[Con siete meses, Conchi tuvo meningitis. Los médicos prepararon a sus padres y les advirtieron de que no se iba a salvar o que, de hacerlo, le iban a quedar secuelas muy graves. Cuando fueron a operarla, los síntomas habían desaparecido. «De cada 100.000 personas hay un caso como el mío»] Esa fue la segunda.

Nico se define como un tipo tranquilo y muy observador. Por eso, cuando el portal se abrió «de golpe», observó lo que había dentro y analizó la situación: «A la izquierda estaba el descansillo y cinco escalones hasta el rellano. Teníamos que ir hacia ahí, porque a la derecha estaba el ascensor, que se encontraba roto y con las puertas abiertas». Era una trampa mortal. Salir de una ratonera para meterte en otra. «Fue lo que más miedo me dio. Si caemos ahí no lo contamos –tiene tres plantas hacia abajo–, e íbamos directos, porque el hueco del ascensor se convirtió en una especie de desagüe». Conchi reconoce que no se dio cuenta del peligro: «Menos mal que él lo pensó. Me dijo que luchara por no caer en el ascensor y me repetía: 'No te sueltes que te mueres'. Él ya podía estar a salvo, podía llegar a la escalera, pero no me soltó».

Nico se agarró con una mano a la barandilla que había junto a los escalones y, con la otra, mantenía sujeta a Conchi, que estaba siendo arrastrada hacia el hueco. Y ocurrió lo peor que les podía pasar. «La barandilla tenía tres puntos de sujeción al suelo y dos de ellos se soltaron». Si el tercero también lo hacía, caerían irremediablemente por el desagüe en que se había convertido el foso del ascensor. «Cuando estábamos fuera tenía más esperanza, pensaba que nos íbamos a salvar. Pero ahí ya sí creí que no la íbamos a contar».

[Con nueve meses, mientras su madre cocinaba, Conchi se cayó por la ventana de un primero. «Salí ilesa. No me hice ni un rasguño, ni siquiera un moretón»] La tercera. En el hospital de La Fe de Valencia a la pequeña Concepción la conocían como 'la campeona'.

El portal estaba oscuro. Nico entendió que la única opción que tenían de sobrevivir era soltarse de la barandilla. Pero necesitaba algún punto al que aferrarse. Sin dejar en ningún momento a Conchi, Nico se agarró al voladizo del escalón y, sucesivamente, se fue soltando de un peldaño para asirse al siguiente. Es decir, subió las escaleras con una mano, con la corriente empujándolo hacia el agujero, mientras, con la otra, seguía sujetando a Conchi. «En ese momento, llegó un vecino y me pescó», apunta ella. Estaba todo tan oscuro que a día de hoy aún no saben quién es. De quien sí se acuerdan es de la vecina del primero, Salomé Chulvi.

Después de aquel día, Conchi buscó a Nico por redes sociales para darle las gracias. Él no las frecuenta, pero sí sus hijos, de 13 y 17 años, que son el verdadero motivo de que Nico volviese al pueblo hace año y medio; quería estar más cerca. «Ellos vieron algo publicado. Mis amigos leían lo de 'Nicolás de Catarroja' y me preguntaban ¿no serás tú?». Conchi añade: «Yo estaba deseando encontrarlo porque es mi héroe. Gracias a ti estoy aquí y lo puedo contar», le dice mirándolo a la cara, después de que este diario propiciara el reencuentro. «Si tú no hubieras estado ahí, yo no estaría aquí, es así. ¿Y cogerme? ¿Y arriesgarte tú? Eso no lo hace todo el mundo. La suerte que tuve de que estuviera Nico y sus conocimientos».

Los dos eran reacios a contar su historia porque se saben afortunados entre el dolor y la tragedia que los rodea. Nico ha estado todo el día en la carretera –«llevo 25 años dedicándome al transporte, no sé hacer otra cosa que conducir un camión»- y Conchi está de barro hasta las cejas de limpiar una y otra vez las escaleras de dos bloques de su calle. «¡Eres tú!», exclama emocionada al verlo atravesar el portal mientras se abraza a él. «Gracias, te debo la vida», expresa Ricardo, el novio de Conchi, al ver por primera vez a Nico.

Tras reconstruir el rescate en el portal, acceden a regañadientes a subir al primero porque no quieren molestar. Salomé se lleva las manos a la cara al verlos. «¡Hola pequeña, mi chica! ¡Estás aquí! Qué emoción. ¡Estáis los dos aquí!», expresa nada más abrir la puerta de su casa mientras se funde en un abrazo con Conchi y con Nico. Es la primera vez que se ven desde aquella noche. «Parecías la niña del exorcista, no parabas de gritar, mi hija estaba asustada», le recuerda a Conchi, ahora entre risas. Nico reaccionó con más calma, aunque también se rompió cuando vio que todo había acabado.

Salomé los acogió en su casa, les dio ropa –«tengo que devolverte el chándal de tu marido», dice Nico-, les hizo la cena -una ensalada y pollo empanado de la vecina- y les ofreció su teléfono para que llamaran a sus familias. «Hasta me acosté en el sofá con su perro, y eso que no me gustan, no puedo tocarlos. Pero aquel sofá, calentita con una manta, y después de todo lo que acababa de pasarnos, me pareció el más confortable del mundo», confiesa Conchi.

Es curioso, pero a ella siempre le gustó el nombre de Nicolás, como si estuviera predestinado. «De pequeña me pegaba el día viendo telenovelas, 'Gata salvaje' y cosas así, y el prota se llamaba Nicolás. Era tan guapo el chico que el nombre me enamoró». Ella siempre pensó ponerle así a su primer hijo, pero su novio no quería. «Ahora sí, sin ninguna duda», dice Ricardo. «Si es niño se llamará Nicolás y si es niña, Nicol». Pero será en honor a Nicolás de Catarroja, el héroe que vivía en la calle de atrás.

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