ISABEL IBÁÑEZ
Viernes, 16 de marzo 2018, 20:07
La visión de una piscina solitaria conduce inexorablemente a las desventuras de Burt Lancaster en 'El nadador'. El cincuentón en bañador que decide emprender el camino de regreso a casa cruzando a nado las que va encontrando a su paso en las mansiones ... de los ricachones californianos. El viaje comienza al sol caliente de mediodía y culmina en una tarde ventosa de hojas caídas que resulta una metáfora de muchas cosas, de la decadencia del sueño americano, del inexorable paso del tiempo y de la imposibilidad de regresar a la niñez perdida. No se puede negar el poder hipnótico de esas masas de agua con forma geométrica. David Hockney las veía a través de la ventanilla del avión, cientos de minúsculos rectángulos azules ahí abajo, en las casas suburbiales de Los Ángeles, y se decidió a inmortalizarlas, convirtiéndose en el pintor de piscinas. En una de ellas moría tiroteado el Gran Gatsby, Robert Redford flotando sin vida en el azul. Cuánta belleza. Las asociamos desde niños al bullicio y la alegría y eso ya no nos abandonará nunca. Aunque los nadadores habituales saben que la piscina es en realidad un incesante contar de largos en soledad.
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Alejados de cualquier pensamiento filosófico o intimista, los empresarios hoteleros conocen este poder y pretenden atraer a sus potenciales clientes albergando en sus instalaciones auténticas maravillas, aguas infinitas o desbordantes que se funden con el mar en el horizonte, para que el deseo de zambullirse en ellas les lleve a pagar más de la cuenta. Como la piscina que centra este reportaje, la del hotel Perivolas, en Santorini, que aparece año tras año en los rankings de las más bellas del mundo. El reclamo para apoquinar un martes cualquiera de mayo, por ejemplo, la friolera de 600 euros por noche (y son necesarias dos al menos). Instalada sobre unos acantilados, el visitante parece internarse en las aguas del mar Egeo a golpe de brazada.
Algunos no saben ya qué hacer para distinguirse, y no les valen ni el azul zafiro ni el verde esmeralda. Es el caso de la piscina del complejo hotelero The Library (la biblioteca), frente a la playa Chaweng, en la isla tailandesa de Koh Samui, donde el gresite rojo, naranja y amarillo oferta un baño sanguinolento más propio del Overlook de 'El resplandor' que intimidará a más de uno (260 euros por noche, mínimo tres).
La combinación perfecta parece ser un mix de aguas infinitas, un deslumbrante color en tonos verdosos y vistas atractivas. En Tanzania, la piscina desbordante del Four Seasons Safari Lodge parece verter su líquido sobre una pequeña poza a la que cada día acuden a beber decenas de elefantes, que miran de reojo, acostumbrados ya, a los clientes que se toman un daiquiri a mil euros la noche. En el otro extremo, la del Hotel The Cambrian, en Suiza, ofrece una inmersión directa y climatizada en los Alpes mientras masajea los cansados músculos de los esquiadores. Las hay urbanas también, como la del Marina Bay Sands, en Singapur. A 57 pisos (200 metros) de altura, el 'skyline' de la ciudad queda al alcance de la mano y de quienes puedan pagar los 400 euros, como mínimo, que piden.
Otros apuestan por las piscinas aéreas, como el Hotel Hubertus, en Valdaora (Italia). El vaso, de 25x5 metros, se eleva a doce metros de altura, y sobresale del edificio en dos terceras partes. En un extremo tiene un rectángulo de fondo trasparente donde el nadador que no sufra de vértigo flotará sobre la montaña. Y luego está la piscina municipal de Hofsós, en Islandia, una bella alberca de aguas geotermales a 36 grados con pinta de olímpica y casi infinita, con vistas la isla de Drangey, desde la que se divisan ballenas. Todo ello por... ¡5 euros!
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