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Atada y encapuchada la víctima era trasladada a distintos centros clandestinos de detención, donde era torturada. En los años setenta y ochenta, países como Argentina, Brasil y Uruguay estaban bajo dictaduras militares que reducían a los disidentes con métodos como la 'picana', una electrocución aplicada « ... en especial en sus genitales»; o el 'submarino', un ahogamiento interrumpido al límite de las fuerzas. Como parte de los «diversos tormentos» había palizas y violaciones, según la Fiscalía General de Uruguay, país al que España extraditó, el 27 de marzo, a uno de los responsables de estos martirios.
Acusado por crímenes de lesa humanidad y genocidio, el coronel retirado Eduardo Ferro afronta al menos cinco causas por secuestro, tortura y «desaparición», un eufemismo para referirse al asesinato con ocultación del cuerpo. Los cargos de «homicidio» y «genocidio» también se leen en el auto de la Audiencia Nacional de 2018. En el momento de su captura, el prófugo Ferro vivía de alquiler en Peñíscola (Castellón). «Cooperó y no hubo la más mínima oposición», relatan fuentes de la investigación. Cabizbajo, esposado y escoltado por dos policías. El detenido, ahora de 73 años, eligió un oscuro abrigo de anchas solapas y corte cruzado para ese último viaje.
El rango de Ferro, como oficial del ejército uruguayo, era uno de los más altos entre los torturadores. En sus interrogatorios buscaba supuestas conexiones internacionales entre los disidentes, tanto comunistas como de otros partidos. Oficial de «contrainteligencia militar» del Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas, Ferro era una pieza del 'Plan Cóndor', un acuerdo entre militares del cono sur para perseguir y aniquilar a elementos opositores.
Arrogante, Ferro reconoció en una entrevista reciente en una radio local haber secuestrado en 1978 a una pareja –Universindo Rodríguez y Lilian Celiberti– que había escapado a Porto Alegre, en el país vecino. Sin mediar ninguna garantía judicial, de las que él sí goza hoy, ambos fueron trasladados, con sus dos hijos de siete y tres años, a Montevideo. Los niños estuvieron 18 días en el cuartel de las torturas. Los adultos, siete años.
«Vandalizó la carne y el espíritu», escribe Claudio Invernizzi, uno de los torturados por Ferro y otros esbirros del régimen instaurado en 1973. «Mi adolescencia fue estrenada con picana, sed, submarino, plantón, ausencia, violación». Al menos otros dos de los prisioneros de Ferro no salieron: Óscar Tassino y Fernando Miranda. En Uruguay se identifican dos centenares de «desaparecidos» durante el régimen. Para Ferro, estas víctimas fueron tan solo «una mala decisión desde el punto de vista estratégico». Con cinismo ofrece que «alguno más va a aparecer» si se suspendieran las causas judiciales en su contra. «Se puede tener información, pero ante toda esta agresión van a conseguir lo contrario», dice.
Huido de la justicia uruguaya desde 2017, después de un proceso caracterizado por la lentitud, como denuncia el Observatorio Luz Ibarburu, el coronel comenzó a ser investigado con la llegada de la democracia, en 1985. Le salvó una ley de amnistía al año siguiente, pero en 2011 se derogó la «caducidad» de estos crímenes y se retomó una acusación que cinco años después logró que Ferro fuera llamado al banquillo. Alertado, escapó del país. Apareció en España, en septiembre de 2017, donde se le detuvo e ingresó en prisión, pero obtuvo la libertad provisional en noviembre. Durante todo ese tiempo, continuó cobrando la pensión de oficial retirado. Cuando la extradición se aprobó, Ferro se evaporó otra vez, aunque no había ido demasiado lejos. De Albuixech, su última dirección conocida, a Peñíscola.
A uno de los hombres más temidos en los sótanos de prisiones uruguayas como 'La Tablada', le gusta la costa valenciana, pero allí está «aburrido», «vegetando» y «no tengo a nadie con quién hablar», confiesa en una «reflexión» de tres minutos que envió por Whatsapp a un grupo de exmilitares con los que mantiene contacto. Algunos están en posiciones de poder con el Gobierno del Frente Amplio.
A finales de enero de este año, en ese foro anunció que había decidido entregarse. Llamó directamente al jefe de la Interpol de Uruguay, quien contactó con la Policía Nacional española. «Acá no tengo nada que hacer», se quejaba. Para Ferro su juicio es una «agresión» dentro de una «situación táctica». En su mundo bipolar sigue la guerra entre la izquierda, donde están los «cerdos», y la derecha, donde se sitúa él, que se autodefine «perseguido político».
Pero tras su rendición está la falta de fondos. Ya no podía mantenerse en el Mediterráneo porque no recibía dinero del Estado uruguayo. «Estoy jugando a la ruleta rusa con la salud», lamentaba quien tuvo en sus manos la vida y la muerte de los represaliados del tan temido 'Plan Cóndor'. Ferro había intentado que el Ejército aprobara transferirle la jubilación con documentación irregular y sin la mediación del consulado, según 'El Observador'. No tuvo éxito.
En esa gestión realizó numerosas comunicaciones con sus compañeros de armas, prosigue este diario local. Correos electrónicos que subieron en la cadena de mando hasta el mismísimo ministro de Defensa, que dio aviso al fiscal especializado en crímenes de lesa humanidad que le persigue, Ricardo Perciballe. Arrinconado en su último escondite, Ferro ya no tenía escapatoria. Era cuestión de horas que le detuvieran en España.
Su entrega fue un último acto de soberbia. Alrededor de las nueve de la noche, esperaba a las autoridades fumando. «No creo que vengan ya», decía. Sin embargo, dos horas más tarde tocaban a su puerta. «Se montó un dispositivo inmediato», dice una fuente. Se comprobó su identidad, le reconoció un médico, le trasladaron a Madrid y le llevaron ante la Audiencia Nacional. Estuvo dos meses en prisión hasta que los funcionarios uruguayos vinieron a buscarle. Ahora, Ferro duerme en la cárcel Domingo Arena, en la capital uruguaya, donde está recluida otra decena de verdugos de aquellas dictaduras.
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