Lunes
00.30 horas. Me pueden dar las doce de la noche o las dos y media de la madrugada leyendo noticias. Como me acuesto muy tarde me gusta dormir, aunque cuando tengo que madrugar madrugo. Ahora estoy confinada, pero normalmente me tengo que levantar a las ocho menos cuarto como muy tarde para a estar a las diez en la Asamblea de Madrid, donde me ocupo de asuntos de políticas sociales, familias, menores, igualdad y LGTBI.
8.30 horas. Voy a la cocina y me bebo dos vasos de agua, en ayunas y con los ojos cerrados. Es para limpiar el organismo y ver si bajo algún gramo. Desayuno y no me fumo el primer cigarro hasta pasada media hora.
12.00 horas. Hablo con gente de la Fundación Triángulo, que desde el principio de la pandemia empezó a repartir medicamentos a inmunodeprimidos del colectivo LGTBI. Eran personas que no podían salir de su casa. Se encontraron con gente que llevaba tres o cuatro días sin comer, «se mantenían a base de agua y azúcar»
Martes
7.30 horas. No me suelo levantar de mal humor. Ahora mismo vivo sola, pero me acuerdo de cuando vivía con gente, ya fueran amistades o parejas, y una cosa que me molestaba es que anduvieran malhumorados, no lo podía entender. Porque yo salía de la cama como unas castañuelas, coño. Ahora voy algo más zombi.
17.00 horas. Preparo una pregunta parlamentaria sobre las acciones del Gobierno regional durante la crisis del Covid-19 con los colectivos más vulnerables. En la Asamblea me respetan, aunque también hay quien te mira por encima del hombro, con una condescendía que molesta. Se lo dije una vez a una compañera que no era de mi partido: «Te pido por favor que no me hables así, porque yo soy cualquier cosa menos idiota».
21.30 horas. Hago un momento Kit Kat, pongo el teléfono en modo avión y muevo el sofá un poquito hacia delante porque llegan unas horas de dispersión. Veo alguna película o serie. Lo malo es cuando vuelvo a conectar el móvil y me cae una catarata de mensajes encima de la cabeza.
Miércoles
11.00 horas. Miro un cuadro que me regaló mi madre hace 20 años. Es una vista desde la playa Chica de Güímar, aparece la ermita pequeña y a lo lejos se adivina la casa donde viví. Diecisiete asociaciones de vecinos propusieron al pleno del ayuntamiento que me dedicaran una calle, y se aprobó por unanimidad. Se inaugurará en septiembre, en el transcurso de la Romería del Socorro, y se ubicará en la pedanía del mismo nombre, donde yo y tantísima gente pasamos tantas noches de verano. Me acuerdo de esas noches sin luz en la que había que bombear el agua y nos alumbrábamos con lámparas de carburo o de gas.
15.30 horas. La siesta no me la quita ni San Pedro bendito. Tras el sueño, la cabeza y la mente se reinician y así aguanto hasta las tantas de la madrugada. Muchas veces remato intervenciones parlamentarias a las doce de la noche después de ver una película. He dejado de ir los domingos al cine porque los aprovecho para escribir mis textos. Después de la siesta y de haber recogido algo la casa, me encuentro en estado zen. Es entonces el momento ideal para encerrarme en mi pequeño apartamento en el centro y trabajar.
Jueves
18.00 horas. Leo muchísimo. Tengo pendiente el libro que me regaló Daniela Vega, una actriz y cantante lírica transexual de Chile con la que hablo muy a menudo. De niña me leí casi toda la biblioteca de Güímar: cuentos y leyendas chinos, a los hermanos Grimm, 'Cien años de soledad', 'La naranja mecánica'… Leer 'Catalina Park', una novela del Orlando Hernández, me cambió la vida». La leí un año antes de irme de casa. Me impulsó a coger un ferry y marcharme a Las Palmas de Gran Canaria, donde me encontré de bruces con la realidad tremenda de esos años y donde las pasé canutas.
13.30 horas. Voy a la peluquería. La semana pasada, después de dos meses, pude ir a teñirme el pelo y hacerme la manicura. Los primeros días parece que no, pero luego vas viendo las raíces y las canas y alucinas en colores.
Viernes
18.30 horas. Hablo por teléfono con mi hermana y mi sobrina. Mi hermana siempre ha sido el vínculo más importante con la familia. Ella fue un farol que iluminó mi vida y la persona que más me ayudó a normalizar las relaciones con mi familia. Con parte de ella, porque hay otra que no me ha vuelto a hablar, ni falta que hace.
22.30 horas. A su manera, mi madre siempre estuvo conmigo. Con todo su conflicto y las cosas tremendas, nunca me abandonó. Murió con 97 años, hace cuatro. Un día la pillé: me veía en la serie 'El síndrome de Ulises'. Una vez, cuando tenía 94 años, le pregunté: «¿Sabes quién soy?». «Sí, Carla», me dijo.
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