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Al cura de la colegiata de San Miguel de Alfaro, en La Rioja, las cigüeñas que han colonizado la cubierta del templo, lejos de sacarle de quicio, le alegran la vida. «97 nidos 'oficiales', lo que significa que hay meses de junio que se juntan ... ahí arriba hasta 400 ejemplares», detalla de carrerilla. Se lo advirtieron hace tres años cuando se mudó a esta parroquia, donde el sermón a veces compite con la escandalera que llega de las alturas en época de celo. La invasión es de tal calibre que han tenido que restaurar el tejado, de 3.000 metros cuadrados, «y retirar hasta cuatro contenedores de porquería, entre ramas, plumas y deposiciones». A cambio está el espectáculo de verlas lanzarse en busca de sarmientos, barro y trapos con que modelar sus nidos; o de musarañas, insectos y topillos que recorren la ribera del Ebro.
Carlos Esteban Hernando, que así se llama el párroco, habla de «excelente vecindad», sabedor de que estos 'okupas' son buenos para el turismo y para la Iglesia, que el año pasado, en plena pandemia, recaudó 3.000 euros con los que restaurar el retablo del Jesús del Dulce Nombre, cuya madera policromada, para qué negarlo, estaba hecha unos zorros. Sólo una cosa le quita el sueño: el problema de seguridad que plantean los nidos en los aleros, el último sobre la puerta principal, que obligó al Departamento riojano de Medio Ambiente a tomar cartas en el asunto y evitar «una desgracia». Imagínense, un nido de 300 kilos precipitándose al vacío a la salida de la misa de doce.
El caso es que ni en Alfaro ni en muchos otros de los pueblos de España donde anida esta ave emblemática han tenido que esperar a San Blas para vivir esta situación. El refranero lleva camino de quedar desfasado y son miles las ciconias, como se refieren a ellas los expertos, que ya en diciembre empiezan a tomar posiciones en ábsides, grúas y zonas arboladas. Las hay incluso que pasan aquí todo el año, renunciando a la llamada natural que las convocaba antes al sur del Sahara entre los meses de agosto y diciembre, previo paso en abigarrados bandos por Tarifa y el Estrecho.
El III Censo de Cigüeña Invernante, elaborado por SEO BirdLife, se ha atrevido incluso a ponerles número, nada menos que 37.556 ejemplares. Deambulan por basureros, serranías y arrozales a sabiendas de que no les va a faltar alimento que llevarse al pico , ahorrándose así un viaje a regiones donde las sequías pertinaces y los depredadores convierten su periplo en todo un desafío. Un cambio de hábitos que desde luego no comparten golondrinas o vencejos, cuya base alimenticia son los insectos y que mantienen sus planes de vuelo.
Blas Molina es el biólogo de SEO BirdLife que ha elaborado el informe a partir de un trabajo de campo durante el mes de octubre -cuando el flujo migratorio es mínimo- en áreas de alimentación y dormideros, y en el que han colaborado más de 2.000 voluntarios. La situación de la especie nada tiene que ver, asegura, con la vivida a mediados de la década de los 80, cuando apenas se contabilizaban 7.000 ejemplares. A ello ha contribuido el estricto régimen de protección otorgado a las cigüeñas. No se pueden cazar, ni tocar, tampoco los huevos o los pollos, y cuando la prudencia aconseja reubicar un nido hay que contar con permiso de la Administración (el Código Penal contempla penas de cárcel de hasta 2 años para quien los destruya o retire en época de reproducción).
«El 80% de las poblaciones prefieren quedarse en la Península y Marruecos porque tienen el sustento asegurado. Quizá la basura no sea tan apetitosa como las plagas de langostas habituales en el Sahel -su presa preferida-, pero les evita largos desplazamientos». Es lo que los científicos denominan el recurso trófico, vertederos con comida en abundancia que atraen no solo a este especie, sino también a milanos reales, gaviotas o grajillas. La solución es especialmente conveniente para las cigüeñas, grullas o patos que llegan desde Centroeuropa, donde la meteorología es más severa y el alimento escasea ya sea por estar bajo un metro de nieve o en lagos congelados. Esta situación estratégica es la que ha convertido a España -y a Portugal- en el mayor santuario de ciconias del continente, posición que sólo Polonia es capaz de disputarle.
Sin embargo, el informe ofrece también claroscuros. Entre las conclusiones, Molina pone el acento en «los efectos de la actividad humana sobre la biodiversidad». Y es que «las poblaciones de cigüeñas han crecido -se calcula que han invernado unos 5.000 ejemplares más respecto al año 2004-, pero bastante menos de lo que se esperaba». Es más, territorios como Extremadura o Andalucía, hasta ahora feudos indiscutibles de esta especie, han empezado a mostrar una tendencia negativa, con caídas en Cáceres (-82%), Badajoz (-51%) o Sevilla (-63%), mientras las poblaciones de invernada empiezan a hacerse más habituales al norte, en Cataluña, Aragón y Navarra, siguiendo la estela que deja el río Ebro.
El técnico atribuye esta tendencia al «cierre progresivo de vertederos», una consigna que emana de las directivas de la Unión Europea, y que «se traduce en cambios en el modelo de gestión de los residuos y en una creciente valorización de los mismos». También en la evolución de los cultivos, «pasando del modelo del regadío -por ejemplo, de arroz- a otro de secano, más intensivo y rentable para el agricultor, donde cada vez tienen más presencia las plantaciones de especies leñosas -como los olivos y almendros- y en el que, al escasear las malas yerbas, desciende la presencia de insectos, una de las bases de la alimentación de las cigüeñas.
Tampoco ayuda la presencia cada vez mayor de parques fotovoltaicos por toda la geografía nacional, «ocupando zonas que antes se dedicaban a cultivos, lo que repercute en esta y otras especies», lo que lleva al biólogo a abogar por soluciones energéticas «más equilibradas y compatibles con la biodiversidad y el medio ambiente».
José María Corrales es también biólogo, en su caso de la Universidad de Extremadura, y su diagnóstico de la situación no difiere del de Molina. «Ahora hay cigüeñas todo el año, pero no necesariamente en los emplazamientos habituales». Pone como ejemplo Cáceres, su ciudad, declarada Conjunto Monumental y Zona de Especial Protección para las Aves (ZEPA). Aquí, esta especie ha adornado desde siempre espadañas y campanarios, pero el censo de ejemplares se ha encogido de forma dramática en los últimos años. La razón, dice, hay que buscarla «en el cierre del vertedero que había a las afueras, y que se ha trasladado a más de 20 kilómetros». Mucha distancia para unas aves a las que tener sus necesidades cubiertas les ha hecho demasiado cómodas.
Los machos dominantes ya han tomado posiciones -en San Mateo, en la iglesia de Santiago, en la concatedral- tras abandonar sus cuarteles de invierno, muchos en los mismos nidos que ocuparon temporadas atrás. «Son testarudos y sus pollos toman buena nota. Dentro de tres o cuatro años, cuando hayan alcanzado la madurez sexual, le disputarán el nido a su madre si es preciso para crear su propia prole, algo duro pero que en la naturaleza pasa».
La competencia, sin embargo, es cada vez menor. «El resultado de trasladar el vertedero salta a la vista. En el año 2000 teníamos 270 parejas reproductoras en el casco antiguo. Esa población cayó a 150 en 2009 y el año pasado, sencillamente, se desplomó. Apenas cinco llegaron a criar. Un desastre». Las cigüeñas cambian de escenario, porque hasta el campo parece haberles dado la espalda. «Antaño era habitual ver a estas aves en los cultivos, codo con codo con los agricultores, devorando las musarañas, topillos, babosas y caracoles que el arado dejaba al descubierto. Ahora, los cultivos de regadío están desaparecido, muchos sustituidos por plantas de energía fotovoltaica».
Con todo, son las cigüeñas negras las que se llevan la peor parte. El último censo data de 2017 y certifica que apenas hay 388 parejas en todo el país. Asentadas en las cuencas del Tajo, Guadiana y Guadalquivir, sus poblaciones evitan -al contrario que sus primas, las blancas- los núcleos habitados y buscan refugio al amparo de árboles y roquedales. En el Libro Rojo de los Vertebrados de España figuran como especie en peligro, aunque llegaron a estar en riesgo de extinción. Puede que ellas no vengan de París, pero les vendría bien una alegría.
80% de las cigüeñas adultas que llegan a la Península y Marruecos no siguen hacia Malí y Burkina Faso, donde tradicionalmente invernaba esta especie. Sólo los ejemplares más jóvenes emprenden un viaje que lleva un mes de ida y otro de vuelta.
Los padres se alternan para cuidar los huevos Las cópulas han empezado ya y se prolongan durante semana y media. Los pollos nacen en la primera quincena de marzo, con 30 o 32 días de incubación.
9,5 de cada cien pollos nacidos en España y que migran a África sobreviven al primer año de vida, frente al 47,8% de los ejemplares centroeuropeos que escogen quedarse aquí. La tasa de supervivencia se eleva al 50% en su segundo viaje.
Un ave protegida Según el Código Penal, la retirada o destrucción de nidos puede acarrear penas de hasta 2 años de cárcel si se realiza durante el período de reproducción. Ni se puede cazar este ave, ni tocar los huevos o los pollos.
388 parejas de cigüeñas negras quedan en España, según el último censo de reproductoras elaborado en 2017, la tercera parte en Cáceres. La especie está en peligro de extinción.
Las cigüeñas tienen características que las hacen únicas. Los huevos necesitan entre 30 y 32 días de incubación constante para eclosionar, una tarea de la que se ocupan ambos padres, dándose relevos para buscar ramitas con que reforzar el nido (que puede pesar 300 kilos e incluso más), obtener comida o hidratarse. Las puestas son por lo general de cuatro huevos (uno cada dos días), aunque pueden llegar hasta siete.
Los pollos nacen con un diente en el pico para romper la cáscara, se alimentan al principio con una papilla que sus padres regurgitan y sufren una singular metamorfosis, pasando el pico y las patas de tener un color gris oscuro a ser rojos. Este ave, que pesa unos 3,4 kilos en la edad adulta, ya bate las alas al mes de nacer, practica el vuelo al cabo de dos y alcanza la independencia con tres. Machos y hembras no se diferencian: tienen la misma forma, color y tamaño.
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