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La severidad del rostro de Abdul Ghani Baradar es la misma tanto en la derrota como en la victoria. Las circunstancias no parecen afectarle. El rigor que prevalece en este hombre de turbante y túnica con chaleco es similar al del atormentado anacoreta medieval que ... retrató Buñuel en 'Simón del desierto'. Para este antiguo director de madraza, nacido en una aldea de la provincia de Uruzgan en 1968 y que creció en Kandahar, según la Interpol, atrás quedan los días de 2010 cuando caminaba encadenado por las muñecas y jaleado por un miembro de la agencia de Inteligencia de Pakistán.
Baradar pasó ocho años en esas cárceles, interrogado por la inteligencia pakistaní, con presencia de la CIA. Se infiere que con métodos de tortura querían que dijera el paradero del mulá Omar, máximo líder espiritual, y otros altos cargos, según 'The New York Times', que evaluaba como «enormemente exitoso» el «esfuerzo de recopilación» de datos, mientras los talibanes negaban la captura de quien había manejado sus finanzas, gobernado las provincias de Herat y Nimruz, asumido los cargos de subjefe del Estado Mayor y comandante del Ejército y, ya en el exilio, coordinado el «consejo de liderazgo».
Con algo más de 25 años y desposado con una de las hermanas de Omar, Baradar se había convertido en el hombre de confianza del mulá fundador de los talibanes. De complexión delgada y 1,72 metros de estatura, estuvo en la sombra hasta que Donald Trump arregló su liberación. El entonces presidente de Estados Unidos le había escogido como interlocutor del proceso que permitiría la salida de las tropas norteamericanas. En contraste con su cotidianidad carcelaria, el impulso del político republicano, definitivo para consolidarlo en la cúspide talibán, le llevó a vivir con agitación los siguientes meses en Doha, capital de Catar.
Su primera gran cita internacional la organizó el secretario de Estado Mike Pompeo en los Acuerdos de Paz para Afganistán de 2020. En ella Baradar se comprometió a que los talibanes no serían «anfitriones de grupos terroristas como Al Qaeda», aunque no sin usar el condicional: «el Emirato Islámico quiere la paz, pero los obstáculos en el camino de la paz deben eliminarse».
Político ambidiestro, usa la derecha para sembrar una diplomacia que pretende equilibrios con Estados Unidos, Rusia y China al participar, dos meses antes de la gran ofensiva, en la Conferencia de Paz Afgana en Moscú. Como en tantas autocracias, ofrece la «paz» como compensación al sometimiento. Pero con la mano izquierda enseña el garrote para asegurarse resignación y genuflexión. De lo contrario están las armas, como ha demostrado en su primera semana de poder absoluto. Mulá por la gracia talibán, Baradar gobernará con la sharía sobre 14,2 millones de mujeres. «Debemos mostrar humildad ante Alá», dijo al pisar Afganistán, aclamado por la multitud masculina.
Aunque ahora vaya desarmado, Baradar conoce el polvo del desierto y la guerra. Perteneciente a la tribu Popalzi, le envuelve una leyenda que cuenta que se hizo muyahidín contra los soviéticos en los ochenta, aunque en ese momento apenas fuera un niño con insuficiente musculatura para sujetar el fusil.
Ese mismo mito, una obra de propaganda personal, dice que con la invasión norteamericana comandó la insurgencia, aunque se encontrara escondido en Pakistán y abogara por una línea blanda mientras negociaba con el anterior presidente Hamid Karzai. Ambos son miembros de la misma tribu y tienen buena sintonía todavía hoy. En esos años de fuga, su liderazgo se resintió, pues otro líder tribal, Dadullah Akhund, combatía sin tregua en territorio afgano y llegaba hasta Kandahar y Helmand, según distintos reportes. Los más radicales se inclinaban por este otro muyahidín.
Siempre apoyado por Omar, que le nombró único «parlamentario» de esa teocracia en ciernes, Baradar encontró el camino despejado para insistir en una resistencia de baja intensidad, cuando Akhund cayó en 2007 en un enfrentamiento con tropas afganas apoyadas por la OTAN.
Sin repudiar a Al Qaeda, un año antes de su captura había trazado una estrategia que viraba la relación de sus milicias con la población civil. Pasaban del terror a la cortesía para minimizar el rechazo ocasionado por sus conductas prepotentes y criminales, incluidos los ataques suicidas. Este «código de conducta» era, en realidad, una campaña de imagen corporativa en toda regla, como la que ahora despliega ante la mirada del mundo.
Una operación de publicidad apuntalada brevemente por la apertura de una cuenta de Twitter, en septiembre del año pasado, coincidiendo con su ascenso a la diplomacia internacional. Pero le aburrió o exasperó pronto, o quién sabe. En pastún escribió apenas dos tuits. Uno, político: «Afganistán debe tener un sistema islámico en el que todas las personas puedan vivir en una atmósfera de hermandad». El otro, casi sentimental: «La paz sea contigo y que Dios te bendiga. Espero que todos mis amigos estén sanos y bien». Su vida íntima es una incógnita y se desconoce si tiene hijos; también se dice que cambia de residencia y tarjetas SIM del móvil con frecuencia.
Descrito como «moderado» y «negociador», Baradar desempolva el guion que comenzó a escribir en el exilio y que parece tener plena vigencia. Sólo que las condiciones ahora las impone él. Dentro de su organización, solo tiene por encima a Maulawi Hibatullah Akhunzada, pero es un jefe «supremo» poco visible. «Debemos dar a nuestra nación una vida estable en el futuro», declaró nada más llegar.
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