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5 de julio de 2008. En León todo era felicidad. Los ecos de la crisis económica se escuchaban lejanos y todos presumían de músculo industrial. Ese día, con más razón.
La multinacional danesa Vestas inauguraba una planta en el polígono industrial de Villadangos ... del Páramo para el desarrollo de aerogeneradores con una plantilla inicial de 150 trabajadores. Era motivo de orgullo y satisfacción. Que invitaba al optimismo.
Doce años después. La factoría está empapelada con carteles de 'Se vende', con proclamas de indignación, con imágenes de sus directivos con pintadas de bigotes.
A sus puertas, arden los neumáticos y sus trabajadores, sin apartar la mirada de la fábrica a la que cada día acudían para incorporase a su puesto de trabajo, se relevan para mantener vigilancia las 24 horas del día y evitar la salida de maquinaría.
Es la forma de mostrar su indignación, de denunciar que se sienten juguetes rotos a mercede de una empresa. Su única medida, la única carta con la que cuentan, en una partida que dan por perdida.
Porque aunque ha caído como un «jarro de agua fría», el cierre de la planta era el lobo que anunciaba su llegada sin llegar, desde hacía meses. Hasta que, como el cuento, llegó. Y lo ha hecho con «mentiras, mareando, dando como respuesta el silencio».
Nuria Mayo Romero. 33 años. Siete años en Vestas. Salamanca
Ana María Camblanca Andrés-. 47 años. 10 años en Vestas. León
Iván García Castro. 36 años. 10 años en Vestas. Durango (Vizcaya)
Vestas ha sabido guardar sus cartas hasta el final, hasta agotarse el plazo para reclamar los 12,5 millones de euros en ayudas que ha recibido. En ellas dibuja el peor de los escenarios: el cese de la actividad, la salida de sus 570 trabajadores directos –hasta 2.000 indirectos- y el cierre de la planta. 570. Una cifra que, en un mundo en el que se habla en millones, parece insignificante, banal.
Desde Dinamarca, los trabajadores de Vestas en León se difuminan hasta convertirse en simples números. Sin entender que detrás de cada uno hay un hombre, una mujer, una historia. Sin entender que con su decisión hoy dibujan más de medio millar de dramas personales que, en medio de la desesperación, no pierden las fuerzas para seguir al frente de la batalla.
A Felix Vega se le reconoce rápido. Un palo se ha convertido en su seña de identidad. Con él, se apoya en los ir y venir por el polígono de Villadangos. Es su vía de escape, que intercala con las horas en el campamento que desde hace dos meses se asienta a las puertas de la factoría de Vestas.
Sus dos hijos aún creen que cada día se incorpora a su puesto de trabajo. El mismo, que conocieron en las jornadas familiares que celebraba anualmente la empresa. «Le encanta mi lugar de trabajo». Este leonés intenta proteger a sus hijos de la dura realidad. Su trabajo pende de un hilo y es el único sueldo que entra en casa. «El día a día es preocupante, te obligas a privarte de muchas cosas».
Su andadura en Vestas arrancó en 2007. «Me surgió la oportunidad y no dudé ni un segundo en dejar mi trabajo. Estaba muy contento. Buen sueldo, buenas condiciones y buen ambiente». Pero lo bueno, lamenta, «dura poco». Se siente «engañado» y, aunque estaba preparado para recibir este «mazazo», nunca se imaginó que fuera de una forma «tan rastrera». Hoy con 44 años –aunque no le importa reconocer que pronto serán 45-, ve con dificultad una recolocación, pese a todo, confía en poder seguir dibujando su futuro en León.
Noemí Martínez Mayo. 32 años. 11 años en Vestas. León
Héctor Campos. 36 años. 12 años en Vestas. Gijón
Feliz Vega Ferrero. 47 años. 7 años en Vestas. León
Para Nuria Mayo ni tan si quiera es una opción. A esta joven de 33 años, que vive junto a su hija de apenas dos años en las proximidades de Mansilla de las Mulas, su situación personal no le permite dibujar un nuevo futuro lejos de León. Y teme las dificultades para reincorporase al mercado laboral. Porque como ella, reconoce, son muchos los que tienen el Inem como destino. Y los trabajadores de Vestas «no tenemos preferencia. Somos todos iguales y no hay lugar para pedir trabajo para tanta gente».
Teme que su única alternativa sea regresar al sector de la hostelería, que abandonó siete años atrás para incorporase al departamento de logística de Vestas. Su llegada supuso un gran salto de calidad. «Por fin tenía unos salarios competentes, unas vacaciones y una vida social acorde a la normalidad».
Con el anuncio del ERE, asegura, se ve en la calle con su hija. «Para mi es el fin. Disfrutaba de una jornada reducida de seis horas que me permitía acoplarme a la vida de mi hija. Si esto se acaba, se acaba la vida con ella». Por ello y a pesar de estar de baja laboral, está al lado de sus compañeros para luchar por su porvenir y el de su hija.
El mismo por el que cada día se levantan la leonesa Noemí Martínez y el asturiano Héctor Campos, a los que Vestas los unió. Hoy se suman a sus compañeros para estar al frente de la lucha. Lo hacen en compañía de su hijo, Daniel que juega con su balón, ajeno al conflicto y feliz tras haber disfrutado un verano en compañía de sus padres.
Por él, mantienen intactas las fuerzas. Aunque en su caso, el drama es por partida doble. La decisión de Vestas les dejaría a ambos en la calle y son conscientes de las dificultades para recolocarse en León.
«El niño tiene su colegio, sus amigos y nosotros una hipoteca que complicaría cambiarnos de ciudad. Sólo queremos trabajar», asegura Noemí, a la que se le entrecortan las palabras al reconocer que, por primera vez, se ha visto obligada a comprar libros de segunda mano para su hijo. «Intentas ahorrar todo lo que puedas».
Aunque Héctor, natural de Gijón, no descarta el tener que coger las maletas y alejarse de León tras una trayectoria laboral en Vestas de más de una década. «Llevamos un año viviendo inmersos en la incertidumbre, con rumores del trasladado de la producción a China. No teníamos ninguna verdad y, ahora, la verdad es la peor posible».
Tampoco descarta dejar su tierra de adopción y regresar a Durango (Vizcaya) Iván Castro 'el vasco'. A sus 36 años y tras 11 años en Vestas, ve cómo sus raíces se desligan de León, a donde llegó por motivos personales. No tiene familia pero sí una hipoteca «que es como un hijo» y no oculta sus dificultades económicas tras dos meses en huelga. «Tengo ahorros pero no los suficientes para vivir todo el año. Puedes pedir ayuda a tus familiares pero siempre será limitada».
La decepción y la rabia que le invaden se entremezclan con un sentimiento de «tristeza» porque ve como León, una tierra en la que había encontrado su lugar, se envejece a pasos agigantados. Hoy con más razón. La acumulación de material en los exteriores de la planta hizo saltar todas las alarmas. «Vendían que era una empresa 'just in time', en la que tras fabricarse la máquina, venía el camión y se la llevaba del parque. Pero las cosas habían cambiado». En cualquier caso, reconoce, nunca barajó el cierre. «No podemos entender ese movimiento. Era una empresa viable y vemos que el cierre es una decisión tajante».
Ni pizca de sorpresa le causó el anuncio a Ana María Camblanco. «Sabían que en junio vencía el plazo para reclamar las ayudas, para mantener la empresa abierta». Encara la segunda batalla con Vestas. La primera la ganó. Al reincorporase a su puesto de trabajo tras sufrir un cáncer, la compañía trasladó su mesa de las oficinas al taller.
«Todo el invierno con guantes, casco y mucho frío. Era un sinsentido y una situación física y psicológicamente muy dura». El pasado 11 de junio, la justicia le daba la razón. «Fue duro porque es la lucha de la pulga contra el sistema, pero me daba igual arruinarme o morir. No podemos permitir retroceder aún más en nuestros derechos».
Una semana después, Vestas empezaba a dejar entrever sus planes con León anunciando la supresión de varias líneas de trabajo. Estaba agotada tras un duro proceso judicial y de baja laboral por estrés. Sin embargo, el 13 de julio cogió el alta voluntaria para sumare «a los compañeros que siempre me apoyaron. Mi sitió era aquí».
Vestas y su anuncio de cierre en León ha llegado como un huracán. No sólo lleva por delante a sus 570 trabajadores. Son muchas las empresas que, indirectamente, dependen de su ella. La parte social habla de 2.000 en su conjunto. Y la cifra se ajusta a la realidad. En torno a 40 empresas, algunas de ellas asentadas en León, se verán afectadas directamente.
Este es el caso de Jupiter Bach, compañía también de origen danés, que se instaló en Villadangos a la sombra de Vestas. Ahora se pregunta cuánto sol calentará sin esa sombra. Las primeras consecuencias ya se han hecho realidad. La compañía, con una plantilla fija de 70 trabajadores, ya ha prescindido de 40 empleados temporales.
Pero la repercusión puede ser mayor. Dedicada al desarrollo de paneles para las nacelles –motores-, el 40% de su producción dependía de Vestas y, hoy por hoy, están colapsados porque no dan salida al producto. «Estamos a la expectativa. De momento ha habido ya una reestructuración, lo que vengan más adelante es una incertidumbre», señala Francisco Javier Zamora, presidente del comité de empresa.
Y como ella, otras leonesas, como Soltra, que tenía 70 personas empleadas para Vestas, o Eulen, encargada de la limpieza de las instalaciones. Pero los ecos de este terremoto se han dejado sentir en diferentes provincias de la geografía española que, directamente, sufren las consecuencias del cierre de Vestas en León.
Una factoría que ha sido el sustento principal de su familia desde hace diez años cuando regresó a León tras quedarse embarazada. En ese momento, trabajaba en Indra y su pareja en Bankinter, pero ambos decidieron criar a su hija en su tierra natal. «Nos gusta mucha la calidad de vida». Ahora, a sus 47 años, con su marido en un trabajo temporal y ella a las puertas del paro, no descarta coger las maletas para, una vez más, dejar atrás León.
Son sólo algunos de los dramas que ha dibujado la decisión de Vestas. No hace falta seleccionar ni buscar, porque cada trabajador tiene una difícil historia que contar. Pese a todo y mostrarse pesimistas, no pierden el sentido del humor pese al duro bache que les ha tocado vivir que les deja entrañables gestos de solidaridad.
Como el de Jorge, un pequeño empresario que irrumpe en medio del campamento de los trabajadores. Nadie le conoce, pero baja de su coche cargado con agua y zumo, que es recibido con dos fuertes aplausos. Solo quiere ayudar, anónimamente, porque «no me gustaría estar en el mismo lugar de ellos».
Ya es la segunda ocasión que repite este gesto y no será la última. «Es un desastre lo que ocurre aquí. Pero en León siempre llegan tarde, mal y nunca. Solo quiere echarles una mano. Si fuera inverno traería café y leche», asegura Jorge, que deja entrever el lado más positivo de este tsunami que sacude a León.
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