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Nunca una Palma de Oro había recaído en una comedia tan divertida y escatológica. Es la primera reflexión que surge tras disfrutar 'El triángulo de la tristeza', que reportó a su director, Ruben Östlund, el premio gordo del Festival de Cannes, que ya obtuvo en ... 2017 con 'The Square'. Si en aquella ocasión el mundillo del arte contemporáneo le sirvió para arremeter contra la dictadura de lo políticamente correcto y la estupidez universal en la que vivimos instalados, 'El triángulo de la tristeza' propone en tono de sátira una reflexión sobre la lucha de clases en estos tiempos de 'selfies' y ultraliberalismo económico.
Nuestros guías en esta fábula con tres capítulos serán una guapísima pareja compuesta por una influencer pegada al móvil que sube fotos a su Instagram sin cesar (Charlbi Dean, actriz y modelo sudafricana fallecida el pasado agosto a los 32 años) y un modelo al que deja que pague todas las cuentas (Harris Dickinson). No parecen tener muchas luces, pero viven instalados en el éxito hasta el punto de que les invitan a un exclusivísimo crucero de lujo en el que transcurre el segundo episodio (rodado en el 'Christina O', que perteneció a Aristóteles Onassis).
La mirada de Östlund no tiene piedad. El mundo de la moda es despachado en un desopilante casting masculino, que nos remite a 'Zoolander', aquel espejo de una industria cimentada en la superficialidad, el esnobismo y la vanidad. Cuanto más cara es una marca, peor trata a sus cliente, nos informa un reportero que pide a los modelos expresiones acordes con la ropa que llevan: si es de Balenciaga fruncen el ceño; si es de HM sonríen felices.
'El triángulo de la tristeza', primer trabajo en inglés del director, toma su nombre precisamente de ese ceño que recibe inyecciones de bótox cuando surgen las primeras arrugas, dejando el rostro sin expresión. La vida a bordo del yate transcurre lánguida y decadente, con la tripulación sometida a los caprichos de ricos ociosos. Entre ellos, destaca un multimillonario de algún país del Este que ha hecho su fortuna «vendiendo mierda» (fertilizante agrícola), un cerebro de Silicon Valley que no se come un rosco y una adorable pareja de ancianitos británicos, cuya empresa familiar comercia con minas antipersona.
Un capitán en permanente estado etílico (sorpresa: Woody Harrelson) accederá a salir de su camarote solo para la cena de gala. El mal tiempo y unas ostras en mal estado convertirán la velada en una pesadilla de vómito y diarreas, que deja el episodio del señor Creosota en 'El sentido de la vida' a la altura de un cuento infantil. Los Monty Python aplaudirían a rabiar el festival de excesos de Östlund, que provoca hilaridad y repulsión a partes iguales.
Del espíritu de 'El discreto encanto de la burguesía', con burgueses confinados en una estrategia surrealista, pasamos en el último tercio de un filme a una suerte de 'reality' a lo 'Supervivientes', en el que la mujer que limpiaba los retretes en el barco ostentará el poder al ser la única capaz de conseguir comida.
Inundada de cinismo, esta comedia de la crueldad peca del mismo defecto de otras cintas del director sueco, tan encantado de sí mismo que no sabe cuándo cortar sus gags. Nadie sale bien parado en 'El triángulo de la tristeza', ni ricos ni pobres. Todos somos igual de mezquinos, concluye Östlund, que también reserva cargas de profundidad para el feminismo, los roles de género y la dictadura de las redes sociales.
Tan solo queda lanzarse a la bebida, como les ocurría a los profesores de 'Otra ronda', del danés Thomas Vinterbeg, otra fábula moral en la que no hubieran desentonado este capitán de barco «marxista, no comunista» y el oligarca ruso devoto del capitalismo.
«Michael Haneke dijo que la única forma verdadera de describir el mundo actual es la farsa», comparte el autor de 'Fuerza mayor', que logra que no nos caigan mal del todo estos ricos humillados, que sobreviven tras el naufragio a base de palitos de Bretzel y algo tan absurdo como agua Evian en espray comercializada como bruma facial.
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