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Algo más de tres horas y media, descanso de quince minutos incluido, dura 'The Brutalist', la última película de Brady Corbet. Y, sin embargo, es harto difícil salir de la proyección asqueado o cansado ante una epopeya vital que respira cine por los cuatro costados y que está llamada a conquistar los Oscar. Con la estructura de una ópera que tiene obertura, primera y segunda parte, y epílogo, el filme protagonizado por Adrien Brody cuenta la historia de László Tóth, un arquitecto húngaro de origen judío que viaja a Estados Unidos a finales de los cuarenta, tras la Segunda Guerra Mundial, a la búsqueda del sueño americano, dejando atrás a su esposa y su sobrina.
Curtido en la Bauhaus, Tóth comenzará a trabajar diseñando mesas y sillas de oficina para la tienda de muebles que ha abierto su primo en Filadelfia, un tipo que rápidamente se ha adaptado a las costumbres americanas, hasta que un día, por encargo de los hijos de un prominente empresario industrial y como regalo sorpresa, reforma su estudio para convertirlo en una minimalista y excepcional biblioteca. Pese a sus reticencias iniciales, Harrison Lee Van Buren acabará apreciando la delicadeza de su obra y le abrirá las puertas a la construcción de un descomunal centro cívico al que dedicará buena parte de sus esfuerzos y de su vida como creador.
Con una primera parte más narrativa, en la que no dejan de suceder cosas, y otra segunda más introspectiva y emocional, es 'The Brutalist' algo así como una suerte de 'biopic' de un personaje que nunca existió, pero que hunde sus raíces en todos aquellos artistas que cruzaron el océano escapando del fascismo hacia una Norteamérica en pleno desarrollo. Pero, ojo, es un 'biopic' en el mejor sentido de la palabra, medido al milímetro, donde todo tiene interés y casi cada aspecto de la vida parecen encerrar una intención y un significado.
Brody, que saltó a la fama por encarnar al músico Władysław Szpilman en 'El pianista' (Roman Polanski, 2002), que le dio el Oscar a mejor actor, vuelve a dar vida a un superviviente del holocausto con una exquisita interpretación que ya le ha valido el Globo de Oro. «Mi ambición», explica el actor desde un céntrico hotel de Madrid, «es trabajar en proyectos que tengan un significado y que den voz a las luchas de otros tiempos que trajeron un gran número de pérdidas a este mundo». «Solo soy un actor», dice quitándose importancia. «Brady y Mona Fastvold escribieron un guion y un personaje muy bonitos y fueron su complejidad y su narrativa, así como la sensibilidad artística de Brady, las que me interpelaron», resume.
Cineastas como Christopher Nolan o Denis Villeneuve han vuelto a poner de moda los grandes formatos para las producciones más potentes y espectaculares -las dos partes de 'Dune' u 'Oppenheimer' son tres de los ejemplos-, pero no es tan habitual que una película independiente, rodada en Budapest en apenas un mes y con un coste de alrededor de diez millones de euros, apueste por VistaVision, un formato de 70 milímetros desarrollado por Paramount Pictures en los cincuenta -precisamente la década en la que se desarrolla buena parte de la acción- para contrarrestar la llegada del televisor a los hogares. Hacía más de seis décadas que no se filmaba una película completa en un formato que destaca por su nivel de detalle y su grano fino.
El resultado es una fotografía a menudo sublime, que se mueve entre lo colosal y lo intimista, para subrayar los momentos más emocionantes de un guion que, como el grueso de las películas de Corbet, «se centra en el estrés postraumático» de un determinado momento de la historia, en este caso, los años cincuenta. «Con sus amas de casa perfectamente vestidas y sonrientes, que actuaban como si nada hubiera pasado, la década de los cincuenta fue ese intento de esconderlo todo debajo de la alfombra», dice Corbet en referencia a las millones de personas que perdieron su vida durante el holocausto y la Segunda Guerra Mundial. «Es justo la década en la que comenzaron las sitcoms americanas. Todo parecía estar bien. Me fascinaba la idea de que arquitectos visionarios como Marcel Breuer, Mies van der Rohe, Louis Kahn o Lloyd Wright todavía estuvieran trabajando mucho, construyendo edificios que eran casi como naves espaciales para la comunidad americana, una imagen de progreso que contrastaba con esta otra realidad», relata.
El periplo vital de Tóth sirve para poner sobre la mesa asuntos como el espejismo del sueño americano, la lucha de clases, la xenofobia, el racismo y la aporafobia; la incapacidad de conectar con otras personas, la experiencia de la inmigración o las adicciones... «Suelen decirme que debería seleccionar un tema, pero ese es precisamente mi problema con tantas cosas que veo: sé de qué tratan en los primeros cinco minutos y al final siguen tratando de lo mismo», se queja el cineasta, al que le interesa fundamentalmente cómo todos esos temas se interrelacionan entre sí: «Creo que el mejor ejemplo es la dependencia de Tóth a la morfina y la heroína, que no deja de ser una reacción a su estrés postraumático». Esa es fue, explica el director, una de las razones por las que ambas sustancias eran tan epidémicas en Filadelfia, donde residían muchos inmigrantes.
«Él -continúa- intenta suprimir ese dolor a través de su trabajo. A lo largo de la película, también intenta conectar con varias parejas sexuales, pero es incapaz. Y todas estas cosas son en realidad lo mismo. La película no va sobre la adicción y no nos detenemos en ella porque es simplemente algo que hace, pero sigue pudiendo rendir a gran nivel. La realidad es que la heroína en los años cincuenta era mucho más pura, así que la gente podía seguir trabajando». Por otro lado, «la arquitectura es sólo su forma de expresión. Su forma de intentar afrontarlo. Y todos los artistas se entregan a su trabajo. Si estás de duelo por una pérdida o estás atravesando una ruptura, te dedicas a tu trabajo. Todos hacemos eso, creo», analiza.
Cabe preguntarle a Adrien Brody qué fue más difícil para él, si dar vida a un arquitecto o la persona que ha sobrevivido a un trauma tan horrible como es el holocausto. «En realidad, se trata de representar un poco las verdades y unir los puntos con los que me pude identificar», contesta el actor. «La arquitectura consiste en crear algo físico, lo cual no me resulta ajeno, porque yo soy pintor y mi madre es fotógrafa. O sea, procedo de una familia de artistas, así que se trata de crear obras de arte en momentos que sirvan para representar a través del arte luchas de otros que no siempre son accesibles con palabras. En este caso, yo puedo tirar de ese archivo propio porque mi familia, por ejemplo, tuvo que huir de Hungría en los años 50, y a la hora de retratar las dificultades que en ese momento hubo, he podido también inspirarme mucho en lo que yo he vivido. Ha sido un privilegio y una responsabilidad transmitir con veracidad y compasión este personaje».
Ganadora también de los globos de oro a la mejor película dramática y al mejor director, la cinta ahonda en el tema de la inmigración en un momento en el que los discursos antiinmigración no solo crecen sino que dan victorias electorales. ¿Creen en el poder del cine para cambiar las cosas? «Sí, creo que el arte y el cine son máquinas generadoras de empatía», contesta Corbet. Eso sí, «creo que es más fácil llegar a los jóvenes. No creo que nadie de mi edad que tenga un punto de vista muy muy diferente al mío vaya a cambiar de opinión viendo la película. Es poco probable. Pero tenemos la capacidad de influir a los jóvenes y compartir con ellos diferentes perspectivas y contribuir a configurar sus opiniones. Yo vengo de una ciudad de 10.000 habitantes, dejé mi instituto muy joven y básicamente toda la educación que he recibido viene del cine y de la literatura». «Estoy de acuerdo», dice a su lado Brody.
El adinerado Harrison Lee Van Buren acabará controlando aparentemente la obra de László Tóth -genial el epílogo en este sentido- algo que conecta directamente con este mundo dominado por una oligarquía de multimillonarios al que parecemos abocados. «Esto ha pasado siempre», explica Corbet. «Sólo hay una cosa que es exclusiva de esta generación, y es que la generación de mi madre adoraba a los artistas, músicos, cineastas, culturas y pensadores alternativos. A mí ahora me inquieta ver la cantidad de jóvenes que adoran a Jeff Bezos. Los CEOs son las estrellas de rock de esta generación y eso es algo que encuentro fascinante y que, francamente, me pone algo nervioso, pero creo que el péndulo tiene que oscilar mucho en una dirección para volver a oscilar en la otra. No soy pesimista, en realidad».
Pese a todo, augura unos años complicados porque «básicamente estamos hablando de capitalismo desenfrenado y no regulado y las regulaciones son importantes desde mi punto de vista, lo que pasa es que es complicado ponernos de acuerdo sobre cuáles son esos límites. Y una película puede explorar estos temas, pero no es un manifiesto», concluye.
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