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La virgen del Dado o de los Dados

La Virgen del Dado, con su plácida sonrisa, llama a huir de todo vicio que no sea el de la contemplación estética, el cual es ya una virtud

Carlos Javier Taranilla

León

Miércoles, 20 de octubre 2021, 09:21

Continuando con las leyendas leonesas, que mucha aceptación han tenido, tienen y tendrán entre el pueblo de quien emanan, pocas encierran tanta ternura como la que traemos hoy a colación: la de la Virgen del Dado o de los Dados, coincidiendo con el mes de octubre, cuyo primer domingo está dedicado por la liturgia cristiana, dentro de las fiestas devocionales, a María, en este caso, como Virgen del Rosario. El origen se halla en las Cofradías del Rosario, que florecieron en la segunda mitad del siglo XV, las cuales acostumbraban a solemnizar el primer domingo de octubre con la misa de la Virgen 'Salve radix sancta' del Rito Dominicano. Fue extendida a toda la Iglesia Latina el tres de octubre de 1716 por Clemente XI Albani tras la victoria el cinco de agosto del ejército imperial austriaco al mando del príncipe Eugenio de Saboya sobre los turcos otomanos en Peterwardein. La fecha actual fue fijada el año 1913 en la reforma del calendario de san Pío X Sarto.

Entre las distintas variantes que existen de la leyenda de Nuestra Señora del Dado, tal como hemos recogido en nuestro libro 'Enigmas y misterios de León' (publicado en 2018 por la editorial Almuzara), la más conocida es aquella que habla de un soldado en los tiempos de las guerras de Flandes que se sumergió en el laberinto del juego con toda la paga que acababa de cobrar por sus andanzas en los campos de batalla, formando parte de los tercios invencibles de Su Majestad cuando en el Imperio nunca se ponía el Sol. Otros dicen, sin embargo, que la acción se desarrolló cuando el brillo del Astro Rey estaba ya declinando sobre las otrora victoriosas tropas de España.

Sea como fuere, el caso es que un soldado del rey, de regreso de las guerras que consumían la hacienda y los tesoros de las Indias, que entraban por Sevilla camino de los prestamistas alemanes y genoveses –«nace en las Indias honrado (...)/ viene a morir en España/ y es en Génova enterrado», como versó Quevedo–, aquel ex combatiente, tuvo una mala racha, lo perdió todo. Y fue a desesperarse contra la bella imagen gótica (siglo XIII-XIV) de la Virgen con el Niño que descansa sobre el parteluz de la portada norte. La única que aún hoy, por estar a cubierto de la intemperie, conserva gran parte de su policromía original, aplicada en el siglo XV.

Y el perdedor lanzó con toda la rabia aquellos malditos dados, causa de su ruina, contra la cándida imagen de María y su Niño en brazos, que miran sonrientes a los fieles mientras les reciben a las puertas de su casa, que es la de todos. Los dados golpearon el rostro de Jesús y, al instante, brotaron de él unas gotas de sangre que salpicaron el suelo. Se dice que fue recogida con devoción y en el siglo XVIII aún se guardaba en artístico relicario.

Arrepentido, el sacrílego jugador cayó de rodillas y, llorando, imploró perdón antes de profesar en el convento de San Francisco extramuros para el resto de sus días. La imagen ya quedó bautizada para la posteridad: Nuestra Señora del Dado.

En otra versión más mundana, recogida por la leonesa Ángela Franco, el jugador recuperó su fortuna por intercesión de la Virgen «imponiéndose el firme propósito de abandonar el juego».

Para el periodista Raúl del Pozo, tal como relataba hace ya varios años en una de sus columnas habituales en la contraportada del diario 'El Mundo', el fondo de la leyenda (su moraleja) también está relacionado con la erradicación del vicio: «...la Virgen del Dado, en la catedral de León, la que avisó a los tramposos cuando un soldado burlanga y un peregrino se jugaban las cejas y saltó uno de los dados, dándole al Niño Jesús que estaba en el regazo de su madre y sangró. No he visto una parábola más bonita contra el vicio del juego».

Ya Alfonso X el Sabio dedicó varias de sus 'Cantigas' a combatir el mismo defecto que consumía haciendas y vidas de las gentes de ayer y hoy.

En la cantiga CLXII, la Virgen de Salas devuelve el habla a un jugador que se había quedado mudo por proferir blasfemias. En la CLXXII, sin embargo, el demonio mata a un jugador por blasfemar continuamente contra la Virgen. En la CLIII, un tahúr dispara una flecha contra el cielo para alcanzar a la Virgen María y aquella retorna ensangrentada.

Con respecto a nuestra Virgen del Dado (o de los Dados), la leyenda guarda relación con la Cantiga XXXVIII, que es anterior a la labra de la portada, cuya ejecución pudo haberse inspirado, pues, en ella. Refiere el trovador que en el transcurso de unos enfrentamientos entre el conde de Poitiers y el rey de Francia, el primero mandó desalojar un convento que creía estaba al servicio de su enemigo. Al partir los monjes, el lugar se convierte en un gueto de tahúres y gente de baja ralea. Un día, se acerca una mujer a rezar a la Virgen y un jugador ebrio la espeta que están muy engañados todos lo que creen en esas imágenes de piedra. Y que ahora iba a ver cómo la lanzaba una piedra. Acertó en el brazo del Niño y, como se tambaleaba, la Virgen alzó el suyo para tomar el de su hijo, dejando caer la flor que «con apertados seus dedos tia sostenía», al tiempo que empezó a gotear sangre del rostro de Jesús. El jugador y otros dos tahúres «demoniados» caen allí muertos.

Justo enfrente de la portada –cuyo acceso se efectúa desde el claustro catedralicio–, el maestro Valdovín sobre cartones de Nicolás Francés realizó una vidriera que representa una escena en su salsa, en la cual aparece también la Virgen con el Niño descansando sobre su brazo izquierdo. A su lado, un orante y otra figura; a la izquierda, el obispo Cabeza de Vaca, que fue el donante, en tamaño jerárquico (menor que la Virgen), y su escudo. A la derecha, se ve un grupo de cuatro personajes sobre un tablero, de los cuales uno tira los dados; otro, en pie, observa el juego y, tras ellos, los dos restantes pelean puñal en mano mientras uno de ellos mira hacia la Virgen implorando perdón. Se trata, pues, de una escena moralizante frente al juego, que lleva a la perdición.

Y tanto. Como decía el jesuita fray Pedro de Calatayud (1689-1773) en sus 'Doctrinas prácticas', en concreto la VI, los juegos de naipes y dados tenían tanta raigambre entre el pueblo que hubieron de ser prohibidos a lo largo de la historia en más de una ocasión.

El rey Sabio, dentro de su importante obra legislativa, tomó cartas –nunca mejor dicho– en el asunto con la publicación del 'Ordenamiento en razon de las tafurerias ano de 1273', que recoge cuarenta y cuatro leyes regulando el juego de los dados, los lugares donde se celebraba y los pleitos a que dieran lugar entre los participantes: «porque se juzguen los tafures por siempre, porque se viede el destrez [disconformidad], e se escusen las muertes, e las peleas (...), que oviesen cada uno pena e escarmiento del descreer, e en los otros engaños que se facen en las tafurerias». Posteriormente, en 1352, el rey Cruel o Justiciero publicó la «Carta del rey Pedro I al Concejo, jueces y alcalde de León ordenando que el juego de los dados se juegue en el tablero que está arrendado, y que el arrendador lleve las penas del conforme al ordenamiento que él hizo». Se desprende que además del «arrendado», es decir, el que estaba establecido, existían otros tableros de juego poco ortodoxos

En 1387, reinando Juan I, se renovó la prohibición, luego confirmada por Fernando V en 1476, «con pena de seiscientos maravedís por la primera vez; y el que lo ganare sea tenido de tornar lo que así ganare». Felipe II aumentó las penas «con cinco años de destierro de sus Reynos, si fuere noble; y de doscientos azotes y cinco años de galeras si fuere plebeyo, y que se confisquen las casas de estos juegos».

A pesar de todo, fue imposible erradicar un vicio que muchos llevaban en la sangre. Los jugadores empedernidos se concentraban al caer la noche en la primera taberna que se terciara y, desafiando leyes y normas, se enfrascaban en el juego con una pasión irrefrenable hasta despuntar el alba, dando lugar a no pocos altercados entre los perdedores, que se arrancaban con toda clase de blasfemias y desafíos.

Pero la Virgen del Dado, con su plácida sonrisa, llama a huir de todo vicio que no sea el de la contemplación estética, el cual es ya una virtud.

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