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Las correrías y afanes del comisario Villarejo (un clásico del cine negro) están produciendo en los juzgados piezas separadas suficientes para mantener ocupada a media Audiencia Nacional durante años. Cualquier productora de series televisivas habría necesitado un gran equipo de imaginativos guionistas para pergeñar ... unos relatos que se aproximaran pálidamente a los que vamos conociendo por la justicia. ¡Y lo que nos queda por saber! ¡y lo que nunca sabremos! En los autos judiciales aparece una fauna madrileña muy particular —allegados y clientes de Villarejo— compuesta siempre por políticos del PP, empresarios agraciados con las privatizaciones de Aznar y periodistas enfeudados. Todos ellos se mueven como peces de aguas turbias en el caldo espeso de la corrupción apoyada desde las instituciones que controlan y parasitan.
La última pieza separada que hemos conocido —la denominada Kitchen— supera todas las entregas anteriores. Según describe Francisco Martínez, antiguo secretario de estado de Interior, desde la cúpula del ministerio, incluido el ministro, se impulsó un grupo policial (ahí entra Villarejo) para hallar y destruir la documentación que pudiera guardar Bárcenas e incriminar a Rajoy. En lugar de rastrear pruebas del delito para llevarlas ante el juez como era su obligación, el grupo policial dirigido por el ministro Fernández Díaz —versión cañí de «El hombre que fue jueves» (Chesterton)— buscaba tales pruebas para destruirlas: otro delito previsto en el Código Penal. La monstruosidad jurídica aparece salpicada con personajes propios de Valle Inclán, como el cura confesor (antes policía, marino o juez, ente otros oficios) y experto fontanero para encubrir pederastas, o el chófer de Bárcenas y su mujer que parece ser el más eficaz detector de pruebas. El propio ministro, émulo del D. Guido de Machado —«de mozo muy jaranero… de viejo gran rezador»—, resulta el personaje más estrambótico de la trama por su propensión a condecorar vírgenes y a confiar en su particular ángel de la guarda Marcelo. Pero el ángel protector andaría de vacaciones cuando el exsecretario de estado tuvo que declarar ante el juez de la Audiencia Nacional.
Según vamos sabiendo, la puerta giratoria de Villarejo era ampliamente conocida en muy concretos ambientes madrileños pues lo mismo cerraba tratos en una cafetería con Ignacio Gónzalez cuando este era presidente de la comunidad de Madrid, que perseguía doctoras a cuchillo, o visitaba a Corinna en Londres escoltado por Villalonga (el antiguo compañero de pupitre de Aznar), o era contratado por un gran banquero (también deudo de Aznar) para abortar una posible OPA, o traficaba con algunos periodistas su información confidencial. La pregunta obligada es ¿cómo ha sido posible la existencia de ese Madrid putrefacto, ese submundo del poder en el que pululaba Villarejo (con su lenguaje chungo-cheli) como agente para todo tipo de trabajos sucios y muy bien pagados? Dicho de otro modo, ¿hasta dónde llegó el nivel de corrupción que se instaló en Madrid (pongamos que desde la compra de dos diputados para hacer presidenta a Esperanza Aguirre y de la aceptación del robo por el electorado madrileño) para convertirse en lo más parecido a una república bananera?
Todos esos antecedentes injustificables son necesarios para contextualizar que Isabel Díaz Ayuso sea inexplicablemente la presidenta de la comunidad de Madrid: nada menos que 6'6 millones de habitantes y con una enorme importancia para toda España por razones obvias. La descripción más benévola diría que Ayuso está literalmente incapacitada para entender la realidad y para gestionar la adversidad. Alguien pensó que eso daba lo mismo porque Madrid funciona y crece sola. Así lo demuestra que en la última legislatura tuviera tres presidentes, de los que una se ha reciclado como tertuliana y de los otros dos ni siquiera recordamos los nombres.
La extraordinaria inestabilidad y los escándalos se suceden sin que eso afecte a la pujanza económica y demográfica de la capital, ni a los votos del PP, ni a su capacidad para exportar ideología y cortinas de humo. Ciertamente, buena parte de los responsables políticos de la ciénaga aguirrista (González, Granados y una recua de consejeros) y empresariales (Díaz Ferrán y otros) están enchironados o encausados, lo que demuestra que nuestro sistema funciona, aunque algunos no quieran verlo. Pero el control del gobierno madrileño es vital para esa «elite extractiva» político-económica que encarna como nadie el exconsejero Lamela: siempre dispuesto a conseguir beneficios económicos contra o a costa de la sanidad pública cuyo desmantelamiento planificó, inició y ahora padece la población. A fin de cuentas, sirviendo a tales intereses ¿por qué no iba a ser Isabel García Ayuso presidenta de esa corte de los milagros?
Y en esto llegó el coronavirus, que cogió a todo el mundo por sorpresa y está requiriendo auténticos pilotos para circunstancias difíciles y no solo groseros propagandistas o ideólogos de papel. Para esto no sirve contratar Villarejos. Desde el primer momento la cúpula del PP decidió que la pandemia debería ser la tumba del gobierno de España y Ayuso una pieza fundamental del enfrentamiento. Dejó en segundo o tercer plano la gestión de los servicios esenciales de los madrileños como la sanidad y la educación. Rodeada de la guardia aznarista que ha evitado dejarla sola ya desde la campaña electoral, empezó embistiendo contra el estado de alarma y el confinamiento de la primavera. Lo tildaban de bolivariano, aunque fuera una medida adoptada desde Wuhan a Nueva York. Animó a los manifestantes del barrio de Salamanca a hacer el ridículo como esperpénticos combatientes por la libertad y ella misma salía a tocar la perola desde el balcón de un hotel prestado. Faltó con total frivolidad a varias conferencias telemáticas de presidentes (algo que ni Torra se permitió) alegando excusas como ir a misa o a recibir aviones. Ahora gime haberse sentido sola.
En cuanto la legalidad le dejó un resquicio desconfinó Madrid precipitadamente saltándose una fase en 24 horas, y montó una fiesta en IFEMA verdaderamente temeraria, hasta el punto de que dimitió su Directora General de Salud Pública frontalmente contraria a avalar con un informe aquellas decisiones tan irresponsables. El resultado es que en Madrid nunca ha bajado el número de infectados al nivel medio de España y que las comunidades limítrofes viven permanentemente amenazadas de contagio. Ayuso culpa a Barajas, a los inmigrantes o a La Moncloa, pero ni reforzó la atención primaria, ni contrató rastreadores, ni tomó la iniciativa cuando el virus era todavía controlable. Su principal actividad, aunque ahora lo niegue, fue ignorar y esconder los datos… hasta que la muy tozuda realidad de un rebrote masivo le ha obligado a no hacer más el avestruz. Está reaccionando tarde, mal, discriminatoria e insuficientemente, arrastrada por su socio Ciudadanos, tras haber sido conminada por el gobierno. Se niega patéticamente a adoptar las inevitables medidas que recuerdan al confinamiento tan injustamente criticado por toda la derecha. Mientras tanto la pomada política, económica y mediática que domina Madrid ha estado más pendiente de hostigar al Gobierno y de proteger políticamente a Ayuso que de velar por la salud de los ciudadanos. Se juegan el dominio de una comunidad autónoma en la que no ganaron las elecciones, aunque la consideran de su propiedad.
El 21 de mayo, todavía en estado de alarma, esta columna finalizaba advirtiendo: «mantener y defender a Ayuso es jugar a la ruleta rusa con la salud de todos los españoles».
Ojalá me hubiera equivocado.
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