A veces, dos vidas se cruzan de forma tan evidente que, ante su descaro, nos olvidamos de que toda existencia —también la nuestra— es una constante intersección. Es el caso de las dos recién nacidas cuyos futuros fueron intercambiados en el hospital San Millán de ... Logroño, hace diecinueve años, antes de ser entregadas a sus respectivos padres. Así, la infancia feliz —con una familia estructurada y una situación económica desahogada— que le esperaba a la segunda en nacer le fue asignada a la más precoz; y un error humano truncó para la otra niña un porvenir apacible y lo sustituyó por una situación de riesgo en la que, ante la incapacidad de sus progenitores formales para hacerse cargo de ella, fue su supuesta abuela materna la que terminó por criarla. Resulta sorprendente que, de una manera casi visceral, reconozcamos al instante la enorme faena sufrida a causa del intercambio por la menos favorecida de las dos y, sin embargo, nos cueste más identificarla cuando cada día viene propiciada, de oficio, por la mera biología.

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Cada nacimiento es una toma de posición involuntaria en el mundo y ante el mundo, y el suceso de los bebés de Logroño sólo pone de manifiesto, a través de un caso extremo y evidente, una injusticia testaruda y difícil de corregir: la que trae aparejada el hecho arbitrario de nacer en una familia o en otra, en un entorno social o en otro y, en definitiva, a uno u otro lado de cualquier frontera. En el fondo, esto no es más que una cuestión ética: el punto de partida azaroso que se nos asigna al nacer debería ser corregido por las instituciones humanas y, si éstas no son capaces de suprimir ciertas desigualdades, quizá sea un síntoma claro de que ya no nos sirven.

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