No me gusta jugar a las cartas. Durante la época de estudiante, eran habituales las partidas entre los amigos en las que yo apenas participé. El mundo del naipe es algo que nunca me ha llamado la atención.
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Cuando era pequeño, y llegaba esta época ... del año, comenzaba la temporada de salmónidos y a mi padre le entraba la fiebre por las truchas.
Los fines de semana de primavera, cuando uno quiere al cine, a casa de un amigo y un poco más adelante, ir a la discoteca, en nuestra casa se convertían en excursiones al campo, concretamente al río, con mis abuelos y los amigos de éstos.
Intenté en varias ocasiones lo de la pesca, porque la otra opción era pasar las horas en el campo sin mayor atractivo, pero rápidamente descubrí que ese mundo ribereño no estaba hecho para mí y que mi futuro no estaría ligado a ninguna confederación hidrográfica. Y así, después de tirar cuarenta piedras al río en busca del quinto salto, dar cuatro patadas a un balón tango, fumar a escondidas un par de Luckies, y buscar palos secos para hacer una hoguera en la que cocinarían a posteriori, uno pasaba el día. Después de comer sacaban las cartas y echaban una partida y se realmente se divertían. Esa alegría de ellos, chocaba con la mala leche que yo manejaba desde primera hora, porque por si no lo saben para ir a pescar se madruga, al ir obligado a respirar el llamado 'aire libre'. Quizá de ahí venga mi animadversión al mundo del burle.
Reconozco que controlo varios juegos de naipes, pero ni siquiera en nochebuena juego la tradicional partida con los vecinos.
En los años de facultad mientras tomábamos el café, a mis amigos les gustaba echar una partida de mus. Y entre envites y órdagos, yo disfrutaba mucho más viéndoles jugar a ellos que participando del juego. Porque en el mus básicamente se trata de mentir y lo más importante es buscar el engaño. Algo parecido a aquella reflexión que dijo un conocido crítico taurino tras una faena de Ponce en la Monumental granadina, y por la que se llevó dos orejas, sin el suficiente mérito y abusando del pico: «Torear es engañar al toro, pero sin mentir».
El pasado miércoles se reunió por primera vez la Mesa de las Cortes de Castilla y León con todos sus representantes y aprobaron, cómo no, el sueldo que se van a llevar a casa. El resultado de la reunión fue parecido a cuando mi padre volvía al lugar donde habíamos instalado el campamento y sacaba cuatro o cinco truchas, felicidad máxima.
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Al igual que mi padre no nos contaba que había perdido durante la jornada dos paquetes de cucharillas y un rollo de los buenos de nylon, los componentes de la Mesa no nos contaron que en dicha reunión ratificaron algo que ya había sido aprobado el 3 de febrero en plena campaña electoral, y que por supuesto, no trasladaron a los medios.
Vamos que se callaron, como mi padre con las cucharillas, o como cuando Dimas y yo le decimos a la madre en apuros que salimos a merendar el sándwich mixto y lo cambiamos por un suculento chocolate con churros y nos tomamos el azúcar de una semana en una sentada.
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Atrapados por verdades afiladas, los de la Mesa nos dejaron claro que el interés máximo y lo primero que quieren conseguir al llegar es arreglarse el sueldo.
Y así ocurrió, se subieron la nómina un cuatro por ciento, para llegar a los cien mil. Los aspavientos y teatrillos, lo de negar saludos y desprecios mejor lo dejamos para el sainete de turno.
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