Polémico ha sido el borrador de la Ley Trans. Cuando se apruebe y se ponga en marcha puede ocurrir lo mismo, o más, o no, vaya usted a saber. Pero conviene reflexionar sobre algunos aspectos de este importante caso. Cuando digo en el título « ... 4 sexos» lo hago con un criterio objetivo. Existe un sexo genético, uno orgánico (genitales masculinos o femeninos), uno fenotípico (caracteres sexuales secundarios, aparte de los genitales) y el que ahora se discute, y que se puede denominar «sexo social».

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De entrada, quiero dejar claro mi total y absoluto respeto por todas las tendencias políticas, religiosas, etc. y, por supuesto, sexuales de cada persona (y las deportivas también, salvado el caso del Atlético de Madrid porque no acabo de entender muy bien qué hay de bonito en el sufrimiento). Y me parece muy bien, o mejor dicho ni me parece bien ni mal, es que yo no tengo absolutamente nada que decir al respecto de que una persona opte por ser heterosexual, homosexual, bisexual, no sexual, que se cambie de sexo anatómicamente, o haga lo que le parezca bien con su cuerpo y con su vida. Otra cosa es que se analicen las consecuencias de algunas de estas acciones, para sí misma y, lo que es más complejo, para las demás.

Revisemos algunas de las implicaciones y consecuencias de cada caso. La evolución ha determinado que la vida, y su continuidad, en los «seres superiores» (entendemos que los más avanzados), se asiente sobre dos sexos, masculino y femenino (o llámelo como quiera). Habría que remitirse a microorganismos o a «seres inferiores» para encontrar una reproducción asexual. Este intercambio de genes entre dos sexos puede parecer caprichoso, pero no lo debe de ser puesto que la evolución así lo ha determinado (se ha tomado para ello unos 3.500 millones de años, así que como esté equivocada ¡me va a oír!). Y parce la forma más exitosa de supervivencia, seguramente para evitar que mutaciones letales directas o indirectas a nivel genético determinaran la aniquilación del ser vivo y de su especie. Quizás hay que remitirse a un libro y un famoso genetista británico, Richard Dawkins, que escribió hace ya muchos años «El gen egoísta» (de recomendable lectura pese a la antigüedad y a que el autor se ha radicalizado en sus últimos libros en exceso, para mi gusto, y perdido el respeto a la discrepancia). En él viene a especular con que los auténticos jefes o dueños de la vida son nuestros genes, que son los que determinan lo que somos, cómo somos, funcionamos y vivimos, y hasta cómo morimos (salvo accidente, que a nivel de especie carece de importancia). Estos genes construyen máquinas (cuerpos) que cuando «no pasan la ITV» y mueren, ellos permanecen a través de la descendencia y se mantienen vivos, y mejorados al intercambiarse con otros genes del otro sexo para buscar combinaciones mejoradas. Por eso aparecen dos sexos (más sería un lío. ¿Se lo imagina? A veces es difícil la convivencia sexual, pero meterse en la cama 3 ó 4 sexos diferentes para hacer un bebé sería «un sin vivir»).

Así las cosas, aparece un sexo genético, que en el caso del ser humano viene determinado por uno de los 23 pares de cromosomas que hay en nuestras células (en ellos están esos dichosos genes que controlan todo), un par de los cuales se denomina cromosomas sexuales, que puede ser XX o XY, chica en el primer caso, chico en el segundo. Todas tienen en sus células XX y todos tienen en sus células XY. Para que los genes se intercambien con otros, y vean cómo mejorar el cuerpo serrano que usted tiene (y que hace unos millones de años era «un poco peor» y «vivía un poco peor» y «algo menos») se inventaron los dos sexos y las células sexuales. Todas las células de su cuerpo tienen 23 pares de cromosomas, así que decidieron que para que el individuo que naciera fuera «mejorado» pero no saliera algo distinto o inviable, las células sexuales que se juntaran tuvieran la mitad de esos cromosomas cada una, de manera que al unirse saliera un paisanín parecido. Cuando usted era una sola célula, el ovocito de su madre le proporcionó al azar un cromosoma X, o uno X (no hay más narices porque ellas sólo tienen X). Y el espermatozoide del papá proporcionó uno X o uno Y, al azar, porque las células de ellos sí tienen de los dos (lo siento chicas, pero aquí no puede haber igualdad). Si el cigoto (que luego se convertirá en ese que está pegado todo el día al móvil) tiene XX será ella la que «guasapea» y si es XY será él. Aquí tenemos la primera determinación del sexo, el genético, que por más derechos que tengamos, no se puede cambiar. Es más, los 40 billones de células que tenemos debajo del jersey y los pantalones (unisex) tienen todas los 23 pares de cromosomas, incluyendo el XX o el XY. Y a ver quién cambia eso.

En el próximo artículo analizaremos el caso de los otros 3 sexos, que sí se pueden cambiar, y las consecuencias del cambio anatómico, del fenotípico y del social, que pueden ser positivas o no (injustas). Habrá que reflexionar sobre lo que ocurre si alguien sin más requisito que la voluntad propia cambia de sexo social de cara a ventajas en unas oposiciones, o porque haya una cuota según el sexo, o en el ámbito de la competición deportiva (un carácter sexual secundario es la constitución/fuerza física), o un delincuente buscado como hombre o como mujer, o recluso que puede cumplir condena en una u otra cárcel, o en los estudios científicos de enfermedades ligadas al sexo, o en las estadísticas epidemiológicas de ellas, o en las personas que se declaren intersexo por voluntad propia y aquellas que lo son por cuestiones biológicas, en las implicaciones de hacerlo antes de la mayoría de edad sin ningún otro requisito, etc.

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Continuará.

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