Cuántas veces habré explicado a mis alumnos que vivimos en un Estado de Derecho, o mejor, como dice el artículo 1.1 de nuestra Constitución, en el Estado social y democrático de Derecho que afortunadamente nos hemos dado y que- quiero creerlo- a todos nos interesa salvaguardar y proteger porque con ello nos garantizamos vivir mejor.
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Por eso no entiendo, no puedo entender de ninguna manera, que, con la complicidad de unos, con la anuencia de otros, y con la hipocresía de tantos, pueda permitirse a Bildu que plague sus listas de etarras que, estampando sus nombres en la papeleta de los comicios locales, reivindican un pasado terrorista de sangre y fuego, la sangre de tanta gente de bien que en su día cometió el «pecado imperdonable» de pretender representar a su pueblo y querer trabajar por sus vecinos.
Porque, aunque ya lo hayan leído, hay que repetirlo una y mil veces: en las listas de Bildu hay cuarenta terroristas de los que siete de ellos son asesinos, o mejor ASESINOS, que en dos de los casos se postulan incluso para llegar a ser concejales del mismo pueblo donde, a sangre fría y sin piedad, mataron a quienes antes que ellos ocuparon estos mismos puestos.
Innecesario, indigno y provocador.
Hasta la fecha Bildu se había atrevido a poner en sus listas a antiguos batasunos- pertenecientes al partido ilegalizado en tiempos por el Tribunal Supremo basándose en su claro vínculo con ETA- que pese a su actual vestimenta bilduetarra, unos y otros han procurado blanquear a lo largo de la Legislatura para justificar su necesaria complicidad con este Gobierno; ahora el partido de Otegui se siente tan fuerte, tan irremediablemente imprescindible, que nos ha lanzado a todos un órdago descomunal y sin precedentes.
Y es que Bildu, en un acto de absoluta chulería electoral, ha decidido reírse de los familiares de las víctimas y de todo un país que ve con impotencia esta barbaridad que hará memorables estos comicios municipales por el intento de aupar a nuestros Ayuntamientos a quienes han pertenecido a una banda terrorista (esperemos que quede en un amago).
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Que nadie se equivoque. Esta ignominia no refuerza nuestra democracia, ni tampoco puede justificarse en ella; no supone ningún avance en la convivencia, ni ayuda al necesario olvido de los que tanto han sufrido por culpa de quienes hicieron del terror su modo de vida.
Lo único que sirve para conseguir todo ello es que se arrepientan de verdad, cosa que, a la vista está, no saben ni sabrán hacer jamás, desapareciendo de la vida de sus pueblos y de cualquier representación pública que pueda recordar lo que hicieron.
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Entre tanto, hay que apelar al ejercicio del voto responsable que impone el rechazo colectivo de estos innombrables candidatos y de un partido al que deberíamos condenar al ostracismo o, mejor aún, ilegalizar en base a que sus postulados, viciados de partida, no permiten ejercer la representación política democrática en ningún ámbito (ni en el local, ni en el autonómico, y ni, mucho menos, en el nacional).
Como demócratas y como ciudadanos capaces de empatizar con el dolor de las víctimas que sigue siendo compartido, ésta es la única receta para combatir la bajeza asentada en las conciencias de todos aquellos que, por sus intereses particulares y partidistas, lejos de pararles, les han dado y les siguen dando alas.
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