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Ayer martes por la tarde tuve la ocasión de hacer la enésima visita - y no estoy exagerando- al museo de la Real Colegiata de San Isidoro, acompañando esta vez a varios colegas que visitaban la ciudad con ocasión de la lectura de una tesis doctoral.
Dado que varios de ellos venían de la Universidad de Sevilla y el «diluvio universal» del lunes nos impidió pasear tranquilamente por nuestra maravillosa ciudad, se me ocurrió que la mejor forma de compensarles era una visita guiada a uno de los monumentos que atesora León y que, como a muchos de ustedes, me parece un auténtico lujo.
Se trata de uno de los conjuntos románicos más importantes del mundo, con mas de mil años de historia, que constituye uno de los referentes culturales de León y del que a veces los leoneses no presumimos lo suficiente, lo que, por cierto, nos ocurre con tantas otras cosas que deberíamos «vender» mucho mejor. Es algo a lo que, después de tantos años, no logro acostumbrarme- lo combato todo lo que puedo- y que demasiadas veces lastra las posibilidades de éxito que se merece esta tierra.
Aprovecho para felicitar desde aquí a quienes con tanto acierto han acometido la reforma del Museo que permite, si cabe, disfrutar todavía más de un conjunto monumental que para mí representa perfectamente los valores que impregnan el carácter leonés: macizo, sobrio, intimista, individualista, auténtico…
Durante la visita que es espectacular- ayer lo fue de la mano de Antonio- mientras mis colegas escuchaban embobados sus explicaciones en el Claustro donde se celebraron las primeras Cortes en 1188, paseaban por la muralla tardorromana, veían el arca donde se transportaron los restos de San Isidoro o la mandorla del Panteón de los Reyes que preside nuestra Capilla Sixtina leonesa, les contaba cómo, hace ya muchos años, cuando preparaba mis primeras oposiciones allá por el año 1993, generé un estrecho vínculo con la Basílica que se ha perpetuado en el tiempo.
Bajando del Campus ya anochecido, hacía un alto en el camino y permanecía allí en la penumbra, en silencio, un buen rato. No había ningún lugar mejor para reflexionar y descansar la cabeza que, en aquellos tiempos- como en estos- hacía mucha falta. Acogida por la quietud que rezumaban sus piedras, siempre sentía el abrazo invisible del Santo Patrón de mi alma mater infundiéndome la fuerza suficiente para afrontar cualquier reto. Les confieso que es algo que sigo haciendo.
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