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Mi teléfono se ha propuesto matarse: cada vez que vibra, se tira de la mesilla de noche. Inútil, fracasa en sus intentos de suicidio como yo fracaso en mis intentos por adelgazar los cuatro kilos que me sobran, pero a él le va mejor que ... a mí: ha conseguido resquebrajar el cristal de su pantalla, mientras que yo sigo sin entrar en mis vaqueros favoritos. Una vez más, la máquina se impone al hombre. Y, quien dice al hombre, dice a las señoras con querencia por los polvorones.
Estos días, las tentativas de mi móvil de acabar con su vida han aumentado considerablemente. No me extraña: quién no querría estrellarse contra el suelo después de recibir un mensaje que dice «Para Navidad, felicidad. Para Año Nuevo, prosperidad. Y para siempre, nuestra amistad». Definitivamente, no conoces de verdad a alguien hasta que no te envía un mensaje navideño. Es más revelador que un test de Rorschach y del Cosmopolitan juntos. Y más rápido.
A todo esto, yo también tengo que mandar mis felicitaciones. No voy a ser la única rara que no desee a los demás una Feliz Navidad y un próspero 2021, que luego nos sale un año falluto y me acusan a mí y a mi falta de buenos deseos de desencadenar una tragedia, como el asesinato del archiduque Francisco Fernando provocó la I Guerra Mundial o la herencia de Paquirri originó la Ofensiva Rivera. Así que aquí estoy, cardada y emperifollada como una vedette retirada en Las Vegas, a punto de que me detengan por exceso de lentejuelas y dispuesta a que el heredero me fotografíe junto al árbol de Navidad para enviar mi felicitación a todos mis contactos. Pero, cuando íbamos a echar la foto, hemos pillado a mi teléfono intentando ahorcarse de una rama. No llega al año que viene.
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