Hace unos días me sentí pequeñito y leve, irrelevante como un gorrión. Salió Piqué en Twitter y enseñó su sueldo. Lo hizo para reprocharle a no sé quién que hubiera dicho no sé qué, pero yo me quedé con los ojos fijos en la pantalla, ... estupefacto, tratando de digerir aquellos números apoteósicos que los alumnos de Primaria todavía no pueden leer. Uno sabía que los futbolistas cobraban un pastón, claro, pero no es lo mismo imaginárselo en abstracto que verlo expuesto descarnadamente, con esas cifras voluptuosas que se le enroscan a Piqué en la pierna como gatitos cariñosotes. Ponía: «+2.328.884,39 euros». Aclaraba Gerard que era la mitad de su nómina anual. Lo de los 39 céntimos me resultó enternecedor e imaginé que habrían cerrado ese punto tras agotadoras y turbulentas discusiones nocturnas llenas de whisky, humo y calculadoras. Nunca se sabe cuándo pueden necesitarse 39 céntimos. Esos deben ser los famosos flecos.
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Por el tipo de letra comprobé además que Piqué y yo compartimos banco, aunque intuyo que recibimos atenciones diferentes. Mientras que el director de su sucursal se ofrecerá gustoso a recogerle a los niños del cole, darles de merendar y llevarlos a las extraescolares, a mí el tipo de la ventanilla me suelta unas broncas tremebundas cuando llego a la oficina más tarde de las once y luego me arroja con frialdad y sin miramientos al cajero automático.
Pero al principio no pensé en eso. Ni siquiera sentí envidia. Solo me vino a la cabeza, como un relámpago, la imagen de la señora madre de Piqué asomada al balcón y gritándole al niño que dejara ya de jugar con la coño pelotita y subiera de una vez a hacer los deberes de Lengua, que si seguía por ese camino no iba a llegar a nada en esta vida.
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