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Hoy quiero aprovechar este espacio para hablaros sobre Simón. Pero no sobre el Simón en el que estáis pensando, ése cuya cabeza piden ahora los colegios de médicos; y tampoco sobre el otro Simón famoso, el que comercializa zumo de naranja recién exprimido y vino ... barato. El único Simón que me importa últimamente es el protagonista que da nombre a la nueva novela escrita por Miqui Otero y publicada por Blackie Books: el niño Simón, el canalla inexperto Simón, el charnego Simón, el riquiño Simón, el abandonado Simón, el pijoaparte moderno Simón. Otero comparte con el mejor Marsé la capacidad de encerrar mundos enteros, el espíritu de una época y hasta varios sistemas políticos complejos en un barrio cualquiera, en un callejón, en la barra de un bar; y emula con acierto a la mejor Laforet en su representación fidedigna de esa intensidad culpable tan propia de las primeras veces. Sin embargo, lo excepcional de 'Simón' es que traza una senda propia, intrincada y reconocible que, pese a todo, es un camino zigzagueante en el que Otero nos lleva de la mano hacia lo universal, que no es más que aquello capaz de partirnos a todos en dos.
Simón, como en el juego infantil, dice muchas cosas. Simón dice que nuestras rarezas nos salvan. Simón dice que el océano que separa la amistad del amor está plagado de dudas, confesiones ridículas y latas de cerveza. Simón dice que perdonar también es crecer. Simón dice -y tiene razón- que casi todas las cosas importantes de la vida suceden en la cocina. Simón dice que para volver no siempre es necesario haberse ido primero. Miqui Otero, con esta delicia, dice a gritos que es el mejor narrador de su quinta. Y Alba, aquí presente, dice que sí con la cabeza.
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