Con esto de la pandemia, como les pasará a ustedes, he tenido que cambiar las formas básicas de socializarme, muy a mi pesar. Y por eso tengo que recurrir a la llamada telefónica que, les confieso, no me gusta mucho. En parte porque esto del ... teléfono lo tenía reservado a la llamada diaria a mi madre y ahora que ya no puede ser, no dejo de asociar su pérdida a esas largas conversaciones telefónicas donde su presencia se me hacía cercana y hablábamos de todo un poco. No obstante, y como no nos lo ponen fácil, he ido retomando las buenas costumbres y procuro hablar con la gente a la que aprecio lo más posible, estando al tanto de lo que les pasa y de lo que necesitan, por si me necesitan. No me parece comparable a una agradable conversación en persona pero, por ahora, es lo que podemos hacer.
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Pues bien, hace un par de meses recibí una llamada de Juan Antonio Ortega Diaz-Ambrona, el que fuera Ministro de Educación en los Gobiernos de Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo Sotelo en 1980 y 1981. La verdad es me dio mucha alegría pues, como todos los que lo vivieron conmigo, guardo un gratísimo recuerdo de su estancia en León como consecuencia del Cuarenta Aniversario de nuestra Universidad, en una tarde de febrero de 2019 – qué tiempos aquellos en los que podíamos reunirnos sin coto- en la que junto con Fernando Ledesma y Miguel R. Herrero de Miñón nos dieron una auténtica lección de bonhomía, saber estar y sabiduría, haciendo gala de esa ejemplaridad por la que clamaba en mi última columna; una tarde plagada de concordia y conciliación con la que nos deleitaron a todos y que nos hizo entender un poco mejor por qué se llegó al logro que supuso nuestra Transición democrática.
Y me llamaba por algo que tiene relación con aquella tarde, en la que tanto nos hicieron disfrutar, porque acababa de publicar un nuevo libro, gestado en el confinamiento, y que con el título «Las transiciones de UCD. Triunfo y desbandada del centrismo (1978-1983)»- Editorial Galaxia Guttemberg 2020- supone la continuación de otra obra suya «Memorial de Transiciones (1939-1978)» que nos ofrece su visión personal de esta época tan trascendente para nuestra democracia.
En su amabilidad infinita me mandaba un ejemplar dedicado, conocedor de mi afición por una época de la que también fue protagonista, entre otros, mi maestro, Rafael Calvo Ortega, al que quiero y admiro, y le atribuyo ser el generador de dos de mis grandes vocaciones: la universitaria y la política.
Pues bien, le he dedicado un par de semanas a este libro que, como el anterior, resulta de lectura obligada para entender una transición de la que la sociedad actual somos herederos y que hizo de aquella generación los hacedores de las bases de nuestro actual sistema político, convirtiendo a quienes formaban la UCD de aquellos años, como dice Juan Antonio Ortega en su libro, en «sembradores de democracia».
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Resulta forzoso preguntarse cómo lo lograron en un país como el nuestro, amante del conflicto, de las reyertas y del frentismo, que es precisamente de lo que reniega nuestra Constitución de 1978 que en alguna ocasión he calificado en este foro de «necesaria e insustituible», y que resulta el preludio de un tiempo que se relata en este magnífico libro contado por quien lo vivió en primera persona, ocupando un lugar privilegiado en lo que se hizo y cómo se hizo la Transición, analizando el papel de la UCD y de quienes formaron parte de ese proyecto.
Dice Juan Antonio que «la generación de la Transición está haciendo mutis con el telón rápido». Es cierto que el maldito coronavirus ha precipitado el adiós de hombres y mujeres que por su generosidad merecían otra despedida y leyendo sobre ellos e intentando entender sus planteamientos y su quehacer, compensamos un poco esa injusticia sobrevenida.
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Durante el quinquenio en el que la UCD recorre el camino entre el triunfo y la derrota, también pone los cimientos de lo que han sido ya mas de cuarenta años de sólida y madura democracia, por lo que el resumen de su obra, que encarriló el nacimiento de las principales instituciones constitucionales y que conquistó nuestros derechos y libertades individuales, solo puede ser positivo. Su testamento siempre gozará del respeto debido a quienes, con luces y sombras, éxitos y fracasos, tanto contribuyeron a la estabilidad democrática.
Cierto es que no estuvieron solos en ese camino en el que les acompañó una sociedad deseosa de cambio y reconciliación, una sociedad anhelante por erradicar tensiones, enfrentamientos y radicalismos.
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Dice Juan Antonio Ortega, que «esa generación, o su inmensa mayoría, incluidos nuestros adversarios coyunturales de entonces, no fuimos enemigos existenciales, y hoy compartimos sentimientos de complicidad». Lo creo firmemente, y buena muestra de ello fue la tarde a la que me referí antes, en la que tres grandes hombres, de ideologías distintas, convergieron en la Sala Magna San Isidoro de nuestra Universidad en defensa de su legado: una España cohesionada e integradora que encuentra su lugar común en el respeto y la convivencia, en la mutua comprensión, en ponernos de acuerdo en lo que en realidad importa.
La pena es que hayamos aprendido tan poco, y que parte de la sociedad actual se deje engatusar tan fácilmente por quienes, carentes de formación y de solidez, demonizan a la Constitución del 78 y a los protagonistas de ese periodo, y ello únicamente para esconder sus propias miserias, cada vez más a la vista de todos.
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Ciertamente, no eran perfectos- nadie lo es- pero nos han traído hasta aquí haciendo de nosotros lo que somos. Conocerles mejor, además de un auténtico lujo- se lo aseguro- nos permitirá valorar sus logros en su justa medida y hasta, si fuéramos capaces, con suerte, repetirlos.
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