Al salir de clase
Abriendo el compás ·
«La academia, por llamarla de alguna manera, estaba en un quinto sin ascensor y poco más les puedo contar, ya que aquello fue un auténtico desastre»Abriendo el compás ·
«La academia, por llamarla de alguna manera, estaba en un quinto sin ascensor y poco más les puedo contar, ya que aquello fue un auténtico desastre»El día ayer (9 de septiembre), en el que todo el mundo miraba hacia Londres, donde se proclamará al futuro Rey después de setenta años de reinado de Isabel II, aquí, en nuestro país, comenzó el colegio para muchos de nuestros pequeños.
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A mi nunca ... me gustó ir al colegio, así, sin paños calientes, y a diferencia de mi hijo Dimas a quien le cuesta dormir preso de los nervios por el primer día de escuela, y emborrachado de ilusión por ver de nuevo a sus compañeros. Yo sin embargo, era de los que tampoco dormía pero no solo la noche anterior, sino desde el día de la Asunción por la angustia de tener que volver a la depresión del colegio.
Una noticia como la muerte de la reina inglesa en mi etapa escolar hubiera pasado sin mayor trascendencia por mi vida y, quizá, únicamente hubiese tenido cierto protagonismo si los profesores de inglés mostraran sus respetos no impartiendo clases durante los días que durase el luto oficial.
Mi relación con el inglés nunca ha sido buena. Mi primer contacto con la lengua de Shakespeare, como diría algún pedante, fue el año anterior a impartirse en el colegio. Mi madre, seguramente asesorada por alguna vecina (aquello era práctica habitual), me apuntó a una academia en el León de extramuros, a veinte minutos andando de mi casa. La academia, por llamarla de alguna manera, estaba en un quinto sin ascensor y poco más les puedo contar, ya que aquello fue un auténtico desastre.
Y así, entre academias y profesores de colegio que hablaban como cuando los de Goma Espuma decían aquello de «My name is Frederico, I came from Guadalajar», y cuyo único contacto con el idioma seguramente fuera con Muzzy a través de la televisión. Yo tuve suerte porque en mi vida se cruzó el gran Eddy Sheehy, quien pudo arreglar aquel peregrinaje de aficionados y ayudarme para poder aprobar de manera más que aseada.
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Con el tiempo, como no podía ser de otra manera, se convirtió en un buen amigo. Eddy vino a España a principios de los setenta, hasta hace un par de años que se volvió a Irlanda.
Algunas academias organizaban viajes en verano, los llamados ahora campamentos de inmersión lingüística, y muchos chicos se iban unos días al Reino Unido a reforzar el idioma. A mi aquello tampoco me llamaba mucho la atención y nunca mostré interés sobre aquellas excursiones.
Este viernes comenzó el curso en casi todos los colegios de nuestra comunidad, esos que dicen ser bilingües e incluso alguno con la intención de rizar más el rizo, plurilingüe.
Ver a mi hijo tan feliz por volver al colegio me produce una enorme envidia sana que me lleva a pensar en lo diferentes que somos pero sobre todo, lo distintos que son los colegios de ahora y los de antes. Porque no se engañen, los colegios deberían ser eso, lugares donde ir a aprender, donde crecer y formarse y en la medida de lo posible un lugar donde ser feliz. Cierto es que los cabrones de la ruta escolar y del patio han estado siempre y supongo que siempre estarán, pero como padres tenemos ciertas obligaciones que no podemos pasar por alto.
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