No me extraña que Lola Herrera interrumpiera «Cinco horas con Mario» en Zaragoza porque sonaba un teléfono insistentemente durante la representación. Bastante bien se portó la insigne, que yo le hubiera pegado fuego al teatro, como en «Malditos bastardos». Sin ir más lejos, el miércoles ... estuve a dos tonos de quemar la sala de espera del consultorio: sonaban los móviles como máquinas tragaperras. Ya no te puedes acoger a sagrado ni en un hospital.

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A punto de sacar el lanzallamas, suena otro teléfono. Lo descuelga una señora mayor. Dime Paco. ¿Que estás aburrido? Espérate un poquito, que ya me han hecho las pruebas y ahora tengo que a entrar al médico a enseñárselas. La señora cuelga y mira el reloj, agobiada. Echa un vistazo a su alrededor para calcular cuántos pacientes hay, cuánto tardarán en llamarla, intranquila porque parece que todavía le queda un buen rato. Y Paco se aburre.

Paco no le ha preguntado cómo está, cómo le han ido las pruebas, si quiere que vaya a recogerla. Paco solo le ha dicho que se aburre. A las diez de la mañana. Y ella se angustia. Igual que cuando sale a comprar y se entretiene hablando un rato con la charcutera, o cuando se acerca un momento a casa de la vecina para llevarle un trozo de bizcocho recién horneado y tarda un poco más de la cuenta. De la cuenta de Paco, claro. Por eso le ha dicho a su hija que no, que este año tampoco va a ir con ella a la manifestación, que no puede dejar en casa a su padre solo toda la tarde. Porque Paco se aburre.

La señora oye su nombre, al fin, por megafonía. Se levanta como un resorte y respira aliviada. Coge los papeles con los resultados de las pruebas, se cuelga el bolso en el hombro y guarda el teléfono dentro. Malditos cacharros.

     

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